sábado, 13 de diciembre de 2025

Calígula

 


Recuerdo perfectamente el deslumbramiento que me produjo, allá por 1985, mi primera lectura de Calígula, la pieza dramática de Albert Camus. Y recuerdo también perfectamente cómo le di vueltas a la razón que motivaba las acciones del desconcertante emperador. ¿Estaba loco? ¿Era un sádico? ¿Acaso un iluminado terrible? ¿Un lúcido tenebroso? Tras la muerte de su joven esposa (y hermana) Drusila, Cayo Julio César Augusto Germánico, más conocido como Calígula, comienza a comportarse de forma extraña: se queda con la mirada perdida, opta por vagabundear sin decir hacia dónde se encamina y, sobre todo, inicia una desenfrenada carrera hacia el absurdo. Ha bastado que uno de sus hombres le recuerde la importancia del Tesoro Público para que él, con los ojos en blanco, decida arbitrar una medida delirante y que genera inmediato escándalo: que todas las personas adineradas del imperio deshereden a sus hijos y estipulen que sus bienes pasen al Estado. Luego, será cuestión de irlos matando de forma aleatoria (“No es más inmoral robar directamente a los ciudadanos que gravar con impuestos indirectos los artículos de primera necesidad. Gobernar y robar son una misma cosa, eso es del dominio público. Pero cada cual lo hace a su manera”). Desde ese instante, utiliza el poder absoluto de forma atrabiliaria: son muchos los emperadores que han tenido poder ilimitado, pero él decide ser el primero que lo utilice para que lo irracional y el caos imperen.

A partir de ese instante, ordenará muertes (o las cometerá él mismo), urgirá a sus hombres de confianza para que le consigan la luna (literalmente), se disfrazará de bailarina y esperará el aplauso amedrentado de sus senadores o arbitrará unos perdones tan aleatorios como sus castigos. El Reino de la Locura parece su única meta, pero lo que sorprende es que cuando se queda a solas parezca regresar a la más cristalina lucidez. “¿Quién se atrevería a condenarme en este mundo sin juez, en el que nadie es inocente?”, pregona. Como es lógico, un cónclave de espadas enfurecidas tendrá que cercenar la amenaza delirante de su respiración.

Texto poliédrico e inquietante, creo que volveré a revisarlo dentro de unos años. Siempre le encuentro matices y ángulos que no había contemplado en la lectura anterior.

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