No
sabría determinar con exactitud cuántas veces he leído Los santos inocentes.
Desde luego, son más de seis (que fueron los años en que la leímos en voz alta
en mis clases de bachillerato, comentándola). Pero acabo de descubrir, con un
alto grado de estupor, que en ninguna de esas ocasiones se me ocurrió poner por
escrito la reseña. Más raro que un yogur de cebolla.
También
es verdad que, con el paso del tiempo, resulta prácticamente imposible separar
lo que mi cerebro extrajo de la lectura y lo que extrajo de la película de
Mario Camus, con las interpretaciones magistrales de Paco Rabal, Alfredo Landa,
Terele Pávez, Juan Diego o Agustín González. Así que me voy a limitar a decir
que la obra (o, siendo riguroso, la mezcla de las dos obras) impregnó mi alma y
dejó una huella imperecedera en mi interior. Esa conformidad angustiosa de los
personajes humildes; esa altanería estomagante y sádica de los “señoritos”, que
se niegan a todo atisbo de humanidad; ese mundo campesino lleno de hambre,
resignación y miedos atávicos… No hay forma de permanecer impasible ante las
mezquindades de las que somos testigos. En ese sentido, Los santos inocentes
es una de las novelas más conmovedoras que he leído en mi vida (huelga decir
que utilizo el adjetivo “conmovedoras” con pleno conocimiento de su
etimología): te convierte en espectador y en testigo, en ser espantado y en ser
compasivo.
Por eso, la obra hay que leerla y releerla; y la película hay que verla y reverla. No dejar que aquellas verdades se olviden, no tolerar que aquella ciénaga se pueda repetir. Miguel Delibes no nos dejó un libro: nos dejó un mensaje.
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