sábado, 22 de marzo de 2025

Los santos inocentes


 

No sabría determinar con exactitud cuántas veces he leído Los santos inocentes. Desde luego, son más de seis (que fueron los años en que la leímos en voz alta en mis clases de bachillerato, comentándola). Pero acabo de descubrir, con un alto grado de estupor, que en ninguna de esas ocasiones se me ocurrió poner por escrito la reseña. Más raro que un yogur de cebolla.

También es verdad que, con el paso del tiempo, resulta prácticamente imposible separar lo que mi cerebro extrajo de la lectura y lo que extrajo de la película de Mario Camus, con las interpretaciones magistrales de Paco Rabal, Alfredo Landa, Terele Pávez, Juan Diego o Agustín González. Así que me voy a limitar a decir que la obra (o, siendo riguroso, la mezcla de las dos obras) impregnó mi alma y dejó una huella imperecedera en mi interior. Esa conformidad angustiosa de los personajes humildes; esa altanería estomagante y sádica de los “señoritos”, que se niegan a todo atisbo de humanidad; ese mundo campesino lleno de hambre, resignación y miedos atávicos… No hay forma de permanecer impasible ante las mezquindades de las que somos testigos. En ese sentido, Los santos inocentes es una de las novelas más conmovedoras que he leído en mi vida (huelga decir que utilizo el adjetivo “conmovedoras” con pleno conocimiento de su etimología): te convierte en espectador y en testigo, en ser espantado y en ser compasivo.

Por eso, la obra hay que leerla y releerla; y la película hay que verla y reverla. No dejar que aquellas verdades se olviden, no tolerar que aquella ciénaga se pueda repetir. Miguel Delibes no nos dejó un libro: nos dejó un mensaje.

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