Leí
Tríbada por primera vez en 1987-1988, cuando me encontraba a mitad de
mis estudios de Filología, y recuerdo que aquellas páginas me parecieron
asombrosas. No por la historia en sí (aunque también), sino sobre todo por el
lenguaje, por la sintaxis, por la escritura disidente y extravagante (dos
adjetivos admirables, etimológicamente) del caravaqueño. Volví a abordarla en
1993, en la época en que me encontraba en Lorca cumpliendo mi servicio militar.
Y ahora, en 2025, he retornado a su frecuentación de una forma calmada (diez
páginas diarias), dedicándole dos meses de visita. Si en 2030 o en 2040
continúo vivo y me vuelvo a acercar al volumen, estoy seguro de que
experimentaré una sensación idéntica a la actual: la obra será nueva. No la
habré leído antes. Advertiré frases, esquinas, sombras, luces, sentidos que me
resultaron invisibles en las anteriores visitas. Tríbada es un aleph, y
un caleidoscopio, y un cosmos.
Los
acontecimientos que en ella se narran son escuetos: una mujer llamada Damiana
Palacios, “boticaria de cuarenta años”, que es amante de Daniel, ha descubierto
que le atrae la idea de acercarse sexualmente a Lucía, “mujer de treinta y
cinco años, modista o cortadora”. Esa inesperada apetencia sorprende y perturba
a Daniel, quien queda tan desconcertado como dolido. Juana, antigua amada suya,
le escribe cartas comentando los hechos y sus reacciones ante ellos. En
síntesis, a eso queda reducido el “argumento” de la primera parte (La
tríbada falsaria). La segunda entrega (La tríbada confusa) arranca
tres años y cuatro meses después de iniciados los sucesos. Juana continúa
escribiéndole a Daniel e incorporando documentos redactados sobre el asunto,
entre otros, por José López Martí, Carmen Barberá o el propio Miguel Espinosa.
En esta deliciosa continuación descubrimos la evolución de una Damiana “ya
desesposada y desnuda de concubina” (carta 37), que se diluye hacia la
podredumbre o la insignificancia, fétidamente desnortada. Ese derrumbe se
antoja definitivo, hasta el punto de que anula cualquier posibilidad de
expansión narrativa (“Podrá escribir aquel Miguel Espinosa, con mucho esfuerzo
y cuidado, una segunda historia de la mujer, pero ya no escribirá otra
tercera”, carta 53).
En
esta segunda entrega (de una densidad inaudita, intelectual y léxicamente) las miradas
se aglutinan y se anudan; convergen y diseccionan. Quienes saben del caso lo
estudian desde todas las perspectivas posibles, en una especie de cónclave
centrípeto, de Big Crunch psicológico o de Sanedrín implacable (y que conste
que la elección de este último adjetivo no tiene nada de censoria, como se podría
suponer, sino que aspira a ser puramente espinosiana: recordemos que en las
páginas iniciales de Asklepios, el último griego, Miguel nos explicó la
importancia que concedía a “enjuiciar desde principios y concluir
implacablemente”). Todos conocen y aspiran a desentrañar, a entender, a saber.
Cada pormenor concentra su atención, cada matiz es valorado con exhaustividad,
cada detalle concita su interés y sus palabras. De tal forma que las decisiones,
las ansias, las voliciones, los errores del ser humano son colocados en el
cristal del microscopio, y de ellos se estudia el color, la forma, las
mutaciones. No hay complacencia, sino pasmo. No hay desdén, sino anatomía. Se
empieza con miradas humanas (sorpresa, furor, incluso violencia), las cuales luego
devienen entomológicas y, por fin, concluyen teológicas.
Pero, sobre todo, el prodigio anida en el lenguaje y en la sintaxis, que despliegan su musculosa rareza intencionada, que no persigue la exhibición, sino el rigor del acero, la exactitud destilada y meditadísima. La única forma de entenderlo pasa por adentrarse en esta selva amazónica de inteligencia y palabras. Si lo hacen, nada volverá a ser lo mismo en sus corazones lectores.
1 comentario:
Siempre se lee con ojos nuevos. Estás haciendo un monumento literario. Enhorabuena.
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