No
sabría calcular cuántas horas de mi vida le he dedicado a la lectura de libros
o a la visualización de documentales sobre el mundo nazi: al principio, lo hice
para conocer la realidad de aquel horror inhumano, inconcebible, paralizante,
que supuso la irrupción de aquella nauseabunda ideología en la desprevenida
Europa; después, para elaborar una novela que publiqué allá por 2011; siempre,
para evitar el olvido (que, en el mejor de los casos, resulta una torpeza; y,
en el peor, un rasgo de idiotez o de complicidad). Ahora, con la distancia
adecuada (la obra supuso un bombazo editorial y prefiero leer ese tipo de
libros años después), me acerco hasta las páginas de El niño con el pijama
de rayas, de John Boyne, traducido por Gemma Rovira Ortega. Allí me
encuentro con Bruno, hijo de un militar de alta graduación del ejército alemán,
que conoce levemente al “Furias” (ha cenado una noche en su casa, con su
acompañante Eva) y que termina yéndose a vivir con su familia a “Auchviz”, donde
el padre ha sido destinado forzosamente en su nuevo puesto como comandante. El
chiquillo tiene nueve años y encaja mal ese traslado, que lo separa de sus
abuelos y de sus tres mejores amigos. Durante semanas, su estancia allí se le
vuelve irritante y claustrofóbica, porque no entiende qué ocurre al otro lado
de las alambradas, donde todo el mundo parece pasarse el día en pijama. Pero un
día conoce a un niño, llamado Shmuel, con el que empieza a charlar y con el que
inicia una amistad (secreta) cada vez más luminosa.
Una narración muy eficaz, donde la inocencia y la crudeza se unen para formar un tejido agridulce, cuyo final (por Dios santo, qué final) conmueve e inquieta. Allí donde las palabras se detienen se inicia el pensamiento, firme e inmaculado: nunca más.
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