Todo
en la vida, si lo miramos con una cierta capacidad de asombro, bordea los
límites del milagro o se adentra decididamente en él: la respiración, el amor,
la amistad, la luz, la música, el sonido del mar, abrir los ojos por la mañana
y seguir viviendo. Casi ninguno de esos asombros tiene una conexión directa
con la religión, a pesar de que tradicionalmente se haya querido vincular el
sustantivo “milagro” con ese ámbito del pensamiento.
Un
viejo pintor que vive a mitad del siglo XVI en la actual zona de Amberes (“un
hombre al que la vida había enseñado que en el estrato más profundo no hay más
que transparencia y tranquilidad, un hombre con experiencia, al que los muchos
días y años habían vuelto sencillo”) recibe el encargo de pintar un cuadro de
la Virgen María para ornar una iglesia; y en su búsqueda de la mejor modelo
para el rostro de la madre de Dios descubre a la joven Esther, una judía a la
que su abuelo salvó de un pogromo entregándola a un tabernero flamenco para que
la criase. Extasiado por las líneas de su rostro, el anciano artista se propone
convertir a la muchacha al cristianismo, mostrándole imágenes religiosas y
narrándole algunas historias bíblicas; pero pronto se da cuenta de la renuencia
de Esther, y se concentra en la tarea de pintarla. Lo hace mientras ella
sostiene un bebé en sus brazos, al modo de una Madonna.
Unas
semanas más tarde, los acontecimientos se precipitan: el clima político de la
ciudad se enrarece e impregna de violencia, Esther tiene su menarquía y el
pintor, concluida la obra, la entrega al comerciante que se la encargó, para
que sea expuesta en la iglesia. El problema vendrá cuando la turba, enardecida
contra España, comience con su labor devastadora e iconoclasta. ¿De qué forma
podrá salvarse el cuadro recién pintado, por el que Esther siente embeleso?
Una pequeña obra maestra de Stefan Zweig, que leo en la traducción de Berta Vias Mahou (publicada por el sello Acantilado), donde se nos invita a reflexionar sobre todos esos milagros cercanos y a veces invisibles que, como indicaba al comienzo, constituyen la médula de la existencia y nos obligan a meditar en silencio sobre el sentido de cuanto nos rodea.
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