sábado, 1 de marzo de 2025

Tokio blues (Norwegian Wood)


 

He escuchado mucho sobre Haruki Murakami (declaraciones, opiniones sobre la idoneidad o inconveniencia de concederle el premio Nobel de Literatura, etc), pero reconozco haber leído muy poco de su obra. La razón no hay que buscarla en otro sitio que en el azar y en el misterio: hay autores que me provocan enorme interés y autores que, por la misma inexistente razón objetiva, no me atraen (o no lo hacen de forma inmediata). Haruki Murakami siempre se ha encontrado en la segunda zona. Por lo que sea (insisto: soy incapaz de explicar objetivamente la causa), he ido demorando y demorando cualquier aproximación a sus libros, salvo un leve conato en el año 2013, que no me animó a seguir explorando (tengo que ser sincero) más obras suyas inmediatamente (https://rubencastillo.blogspot.com/2013/04/despues-del-terremoto.html).

Y ahora, por un impulso igual de inexplicable, he dedicado unos días a leerme las páginas de su novela Tokio blues (Norwegian Wood), que me ha parecido fascinante. Me han impresionado todos sus personajes (Toru Watanabe, Naoko, Midori, Reiko, incluso los laterales Nagasawa o Kizuki); me ha dejado absorto con el lirismo tenue de sus diálogos; me ha convencido con la forma en que ha ido desarrollando la historia (analepsis y prolepsis muy bien conducidas); y tanto sus secuencias reflexivas como las sexuales son, en mi opinión, para quitarse el sombrero. Es decir, que la considero una espléndida novela. (Además, como admirador absoluto de los Beatles, qué voy a decir de un libro que los incluye).

Una curiosidad: si se acercan hasta la página 328 verán que allí la vida es comparada con una caja de galletas, en la que nunca sabes lo que te va a tocar (quizá recuerden esa frase de la película “Forrest Gump”, que se estrenó siete años después de la publicación de la novela).

El modo en que Murakami nos conduce por los pasillos mentales de algunos de sus protagonistas es prodigioso y, aunque no compartas sus formas de pensar o de afrontar los problemas, porque se apartan de tus propias concepciones sobre la vida, los entiendes: eres capaz de comprender los dolores, las lágrimas, las traiciones, las peleas, las borracheras, los suicidios. Solamente un excelente pintor y un excelente director de orquesta puede conseguir que florezcan esos colores, esos sonidos, en el corazón de los lectores. Murakami, ahora comienzo a darme cuenta, es ambas cosas: un gran pintor y un gran director de orquesta. Quizá me aproxime pronto a otra de sus obras: no me extrañaría.

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