jueves, 27 de marzo de 2025

El tesoro de Gastón

 


Es cierto que las historias “edificantes” suelen correr el riesgo de resultar algo toscas, o predecibles, o gazmoñas. Pero también es cierto que, si están escritas con elegancia y desarrolladas con tino, el lector tiende a olvidar esa condición para centrarse en las bondades del relato. Así ocurre, creo, con El tesoro de Gastón, de la gallega Emilia Pardo Bazán. Su asunto, que ahora resumiré en unas pocas líneas, podría haberse convertido en otras manos en un pastel empalagoso: el joven y alocado Gastón de Landrey, después de unos años de vida desenfrenada (que incluye viajes, amores y dispendios en joyas y licor, entre otros dislates), consulta con su administrador y descubre que se encuentra el borde de la ruina: con un poco de suerte, podría salvarse una parte diminuta de su caudal. Pero antes de que la más espantosa desesperación anide en él, su anciana tía la Comendadora (que vive desde hace años en un convento) le entrega una vieja nota familiar donde se informa de la existencia de un tesoro oculto en una de sus propiedades. Como es lógico, y teniendo en cuenta que el chico nada tiene que perder, se aferra a esa posibilidad y parte hacia Galicia. Allí se encuentra con otro administrador fraudulento (Lourido), que lleva años expoliando sus bienes… pero también se encuentra con Antonia Rojas, una bella viuda que de inmediato atrae su atención.

Esa mezcla narrativa, donde los malvados villanos erosionan la riqueza del joven e ingenuo señorito, donde el amor se presenta en forma de mujer perfecta (tan guapa como humilde, tan devota como inteligente, tan cariñosa como recatada), donde las murmuraciones acechan todos los actos de los protagonistas y donde la luz de la esperanza proviene de un tesoro oculto, resulta tan peligrosa, tan resbaladiza, que solamente el buen hacer de doña Emilia puede hacerla viable.

No se trata de una de sus novelas mayores, obviamente, pero se lee con agrado.

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