Estamos
en el año 1961, en la localidad de Castelnau, un pueblecillo perdido en medio
de ninguna parte. Allí acaba de ser destinado, con apenas 20 años, un profesor
de primaria quien, al llegar, queda enmudecido por la peculiaridad del entorno,
que parece instalado en tiempos penumbrosos, ancestrales. Todo parece allí
lúgubre y antiguo, creando en el protagonista un mal presagio (“Aquel pasado me
pareció mi porvenir”, p.10), que tampoco mejora demasiado cuando tiene delante
a sus alumnos: un grupo de niños con los pies embarrados, que a duras penas
aprenden los rudimentos del idioma. Un tiempo más tarde, cuando acude al
estanco local para comprar cigarrillos, conoce a la estanquera, Yvonne, una
turbadora mujer de entre treinta y cuarenta años que le despierta un elevado
índice de deseo (“Yo me asfixiaba de bestialidad”, p.27), que lo lleva a
pasearse todos los días por los alrededores de Castelnau para hacerse el
encontradizo con ella. Le da clase, entre otros, a Bernard, su hijo de siete
años.
Con
ese punto de partida, Pierre Michon plantea en El origen del mundo (que
traduce María Teresa Gallego Urrutia para el sello Anagrama) un relato denso y,
sobre todo, impregnado de un lirismo inquietante, en el que las
pinceladas verbales nos conducen por igual a regiones sensuales y a regiones de
zozobra, que parecen hurgar en nuestro interior para desazonarnos. Los
personajes se mueven (o, mejor dicho, flotan inmóviles) en una densa
neblina, en la cual los ojos escrutan con atención, pero no son capaces de
definir los perfiles. Jean el Pescador, Hélène la posadera, el maduro guía
Jeanjean, los niños que asisten al colegio, Bernard con su bicicleta… Todos se
integran en un paisaje que participa por igual de la acuarela y de los sueños:
sin contornos, sin exactitud, inquietantemente difusos. Y esa proeza literaria
se traslada al ánimo de la persona que está leyendo, la cual percibe, línea a
línea, la rareza imantada del texto.
Una prosa que merece (y necesita) toda la atención del mundo.
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