Después
de cinco años sin leer a Diego Reche, ha querido el Destino poner en mis manos
su trabajo poético Primer nido, editado por el sello Balduque en su
bella colección Sudeste. Y recupero con gran alegría las emociones que me
depararon sus anteriores páginas. Me gusta mucho su forma de escribir, la
delicadeza con la que mira hacia el pasado, hacia las tardes de otoño, hacia
los juegos infantiles, hacia los libros que quedaron sin terminar, hacia la
imagen antigua de sus padres.
Gracias
a la palabra (y a la forma sensible y eficaz con que el poeta la maneja), se va
erigiendo ante nuestros ojos el mundo perdido del ayer. Nos habla de unos
muebles que han quedado barnizados por los objetos que sobre ellos reposaron y
que los convierten casi en viejos amigos (“El aparador”); ensaya composiciones
que incluyen un delicadísimo homenaje a don Antonio Machado (“Infancia”);
reflexiona sobre aquellas series televisivas que marcaron su niñez (“La casa de
la pradera”); rememora momentos únicos de sus primeros años (“La salida del
colegio”); sostiene entre las manos aquella fotografía con la que su padre
congeló en el tiempo su imagen mientras jugaba (“Huella de luz”); tributa un
homenaje a la docente que les leía versos de Garcilaso en clase, y que despertó
en él la brisa poética (“Poema a mi profesora”); descubre en cierto juego
ancestral la metáfora perfecta de la vida (“El juego de la oca”); o, en fin, se
detiene a contarnos unas horas de lluvia que quedaron grabadas en su memoria.
“Lo que estos versos cuentan / es algo que no existe”, condensa en la página 33. Y con esa fórmula nos descubre la magia melancólica de sus versos: el pasado es la sustancia de la que estamos hechos, y la paradoja (la paradoja terrible) es que resulta imposible olvidarlo… pero también recuperarlo. Es y no está. Podemos volver a su seno si cerramos los ojos, aunque jamás volveremos a encontrarlo con ellos abiertos: los ancianos que conocimos ya no viven, las calles empedradas por las que corríamos ahora están recubiertas de asfalto, la morfología del pueblo ha cambiado, las calles se llaman de otra manera, y quienes jugaban con nosotros a la pelota o a tirar piedras ahora están calvos, gordos, miopes o la artritis los erosiona. Nos queda, como dijo Blas de Otero, la palabra. Y les puedo asegurar que las palabras de Diego Reche sirven (sirven muy bien) para recuperar algunas de aquellas sensaciones que todos (usted y yo) experimentamos en la niñez. Prueben y verán.
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