Dos
hermanos sumamente excéntricos y adinerados entablan una apuesta sobre el modo
en que actuaría una persona inteligente, honrada y pobre si, de pronto,
recibiera un billete por valor de un millón de libras. ¿Podría sobrevivir,
aunque le resultara imposible cambiar esa fortuna? ¿O, por el contrario, todas aquellas
estrategias que idee para utilizar el billete lo condenarán a la desconfianza y
el hambre? Esta situación, que al anonadado protagonista (Enrique Adams) se le
antoja “un juego, un plan o un experimento” (p.24), comienza para su sorpresa cuando
no le quieren cobrar en el sitio donde come, ni tampoco en el sitio donde
adquiere un traje o en el hotel de Hanover Square donde se hospeda. Todos dan
por hecho que, poseedor de ese billete, ha de ser un millonario excéntrico, al
que conviene agasajar y del que procede fiarse. Incluso el embajador
norteamericano (que es la nacionalidad que ostenta el narrador) lo invita a un
suntuoso banquete, tras descubrir que fue amigo de juventud de su padre; allí
conoce a la dulce señorita Langran, de la que se enamora instantáneamente. El
protagonista, no obstante, mantiene la cabeza fría frente al enloquecido trato
de sus semejantes (“Esto no era cobrar fama, sino simplemente notoriedad”,
p.36). Y, como bien diría la sin par Mayra Gómez Kemp, hasta aquí puedo leer.
Con
su gracia habitual, Mark Twain compone en esta novela corta (que leo en la
traducción de Amando Lázaro Ros, en la editorial Menoscuarto) un relato donde
se retrata estupendamente al género humano, capaz de todos los servilismos y de
todas las hipocresías cuando se enfrenta al tema del dinero.
Revelador.
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