“¿A quién
le importa lo que le pasa a alguien al que no le pasa nada?”, anota con estupor
el leonés Andrés Trapiello en una de las primeras páginas de Locuras sin fundamento, que constituyó
la segunda entrega de su “Salón de pasos perdidos”. Por fortuna, la perplejidad
levemente coqueta que empapa este interrogante no detuvo su mano, que siguió
anotando sus observaciones paisajísticas, sus filias y fobias literarias, sus
visitas al Rastro, sus aforismos o sus opiniones sobre arte moderno. Todo cabe
en estas páginas porque todo cabe en la vida; y su objetivo es dejarnos
constancia de tales océanos exteriores e interiores.
Así, descubrimos su gran
amor por las letras del portugués Fernando Pessoa; su distancia fría con
respecto a la producción literaria de Vicente Aleixandre (“que no es nada, ni
buena ni mala, que no está ni mal ni bien escrita”); la curiosa forma médica en
que define la prosa del más conocido de los escritores monoveros (“En Azorín
cada palabra parece que tiene una úlcera de estómago”); o el llamativo
encuentro que mantuvo con María Zambrano, que se erige en uno de los episodios
más espectaculares del volumen. Todas estas secuencias, redactadas sin
acrimonia pero con exactitud, parecen vertebrarse o justificarse sobre una
frase que se encuentra en la mitad del libro y que revela el pensamiento
profundo del diarista: “Maestros hasta el momento de ponerse a escribir.
Después estorban siempre”.
Pero en este tomo no solamente hay literatura, sino
muchas más palpitaciones y muchos más intereses: la reflexión sobre la
melancolía o el abatimiento que casi siempre impregna las nanas infantiles (“Es
como si desde chicos nos quisieran hacer inmunes a ese veneno de la tristeza,
proporcionándonoslo en pequeñas dosis”), algunas notas de misantropía (“¿Cómo
hace la gente para ser feliz fuera de casa?”), interesantes observaciones donde
se mezclan psicosociología y humor (“Si nos adivinaran los pensamientos, no
podríamos salir de casa; si adivináramos los de los demás, querríamos estar
fuera de ella todo el día”), destellos poéticos (“Nada llena más una casa que
la respiración de un niño dormido”) o anécdotas familiares (casi al final del tomo
nos cuenta que su padre jugaba a las cartas en su vejez con tres amigos suyos
fallecidos en la guerra, para que su recuerdo no quedase malherido por la
amnesia).
Y no quisiera dejar fuera un párrafo en el que Andrés Trapiello
reflexiona sobre sí mismo y sobre la composición de estas páginas, porque me
parece que condensa maravillosamente el espíritu de este volumen: “El mapa de
mi alma como tenga que levantarse a partir de estas anotaciones será un mapa
lleno de inexactitudes y vaguedades, como la cartografía colombina. Lo único
seguro es que el continente soy yo. Playas, islas, ríos y selvas deben ponerse
un poco a ojo, donde caigan. Los planos de los tesoros deben alzarse a mano y
por aproximación”.
1 comentario:
Me embobo leyendo tus reseñas y me embriago con cada una de las palabras, tal cuando llego al final me digo ¿de qué libro me están hablando? y tengo que volver a empezar 😁
Está que se ha debido a la Hipnosis que produces pero me lo tengo que llevar.
Besitos 💋💋💋
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