No se
trata, evidentemente, de una biografía convencional, oceánica de datos,
tumultuosa de citas y fuentes, fatigosa de pormenores. No son las trescientas
veinte páginas que le dedicó Edmond Buchet (Beethoven.
Leyenda y realidad), ni las más de cuatrocientas que le tributó George
Grove (Beethoven y sus nueve sinfonías).
Creo que el francés Romain Rolland (premio Nobel de Literatura en 1915) ha
pretendido darnos algo bien distinto: una especie de acuarela biográfica de Ludwig
van Beethoven, donde quedan bien combinadas las informaciones objetivas con las
apreciaciones personales, los datos vitales con los fulgores de su obra. Y el
resultado (que leo en la editorial Losada) lo traduce a nuestro idioma otro
premio Nobel: Juan Ramón Jiménez.
Nos explica,
por ejemplo, que el músico emitía carcajadas desagradables (“La risa de un
hombre que no está habituado a la alegría”, p.22); que su padre intentó
exhibirlo como niño prodigio, para obtener beneficios económicos de él (p.24);
que Mozart no le prestó demasiada atención, pero que Salieri le enseñó a
escribir para canto (p.27); que los amores que pretendió alcanzar en vida
fueron siempre desdichados (en una carta fechada en 1810, escribe: “Si yo no
supiese, por haberlo leído, que el hombre no es dueño de poner fin a su vida
mientras pueda llevar a cabo buenas obras, me habría matado hace ya mucho
tiempo”); que la miopía y la sordera lo martirizaron en sus años últimos; que
atravesó etapas de grave penuria económica (“A menudo, tenía que quedarse en
casa por falta de zapatos”, p.60); o que mostró en ocasiones unas ideas
religiosas muy chirriantes para la época (“Después de todo, Cristo no era más
que un judío crucificado”, p.74).
En suma,
nos ofrece una multitud de detalles que, como pequeños cristales llenos de
color, forman la gran vidriera de Beethoven, de quien afirma sin ambages que
“es una fuerza natural; y es un espectáculo de grandeza homérica” (p.78).
Una buena
ventana por la que asomarse a las alegrías y a las tristezas del genio de Bonn.
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