domingo, 30 de noviembre de 2025

La feria de Plundersweilern

 


Estamos invitados a asistir a la feria. Y la verdad es que resulta difícil negarse, sobre todo teniendo en cuenta que quien nos cursa la invitación no es otro que Johann Wolgang von Goethe. Todo en esa feria es ajetreo, estruendo, gritos, risas, proclamas de vendedores que ofrecen sus mercancías (pitos, ganado, escobas, tambores) y gentes que se enzarzan en disputas. El nivel de ruido llega a ser un poco ensordecedor, para qué negarlo. Pero tiene un aliciente especial: también se representa en su interior una pequeña obra de teatro, que nos brinda una enseñanza: el codicioso y pérfido Amán intenta convencer al rey Asuero de la maldad de los judíos, que desprecian sus leyes, acumulan riquezas y podrían, en fin, atentar incluso contra la vida del monarca. Su objetivo, desde luego, es económico. Pero el soberano, aturdido por las informaciones que Amán escupe en sus oídos, accede a decretar el pogromo. A su alrededor, mientras los actores desempeñan sus papeles, siguen gritando las lecheras, corriendo los pilluelos y buscándose la vida todo tipo de mercaderes.

Una piececita liviana y distraída, que he podido disfrutar gracias a la traducción de Rafael Cansinos-Assens.

jueves, 27 de noviembre de 2025

Poemas de la oficina

 


Es difícil mantener los sueños (y ni siquiera la alegría de vivir) cuando se vive esclavizado por un trabajo estúpido, rutinario, absurdo, donde rellenas uno tras otro miles de formularios, realizas copias, archivas carpetas y te ves obligado a sonreír cuando el jefe llega después que tú, se va antes que tú y disfruta de más vacaciones que tú. Es la existencia gris del empleado del último peldaño, del tornillo más insignificante de la maquinaria, que el uruguayo Mario Benedetti retrata de forma impecable en estos Poemas de la oficina, donde se nos habla de ilusiones que se marchitaron y que, desde luego, no caben en el sobrecito marrón del sueldo; del ímpetu intacto que enarbola el recién llegado, que aún confía en alcanzar el éxito sentado frente a la mesa (“El nuevo”); del horario tedioso y sofocante, que parece estirarse como un chicle sin sabor (“Faltan para el domingo / como siete semanas”); de las esperanzas inútiles de felicidad, que se emplazan para el momento del retiro (“Pero el cielo de veras que no es este de ahora / ese cielo de cuando me jubile / habrá llegado demasiado tarde”); de la resignación, que cae sobre la cabeza del empleado como una ceniza gris (“Otro día se acaba y el destino era esto”); y de las breves sonrisas que brotan durante los quince días en los que se disfruta de vacaciones, tras los cuales se mira al calendario y se comprende que, otra vez, “aquí empieza el trabajo. / Mansamente. / Son / cincuenta semanas”.

Siempre resulta fascinante adentrarse por los libros de Benedetti, así que imagino que iré visitándolos todos. Espero poder hacerlo. Y que ustedes me acompañen.

miércoles, 26 de noviembre de 2025

El mal poema

 


Suele denigrarse la figura de Manuel Machado utilizando como contrapunto la de su hermano Antonio. Y aunque sea notoria (a favor del segundo) la diferencia, importa juzgar a los autores por sí mismos, en función de sus obras, no de lo que compuso y publicó su esposo (Zenobia Camprubí), su padre (Klaus Mann), su madre (Agustín Cerezales) o, ya que estamos, su hermano menor. ¿Es admirable la figura poética de Manuel Machado, considerada de forma objetiva? No me atrevería a decirlo con la boca muy grande, porque tengo mis reservas. Creo que nos entregó algunos destellos interesantes, pero que en su conjunto no deja de ser un vate discreto.

Tras leer El mal poema, en la cuidada edición de Luisa Cotoner para el sello Montesinos, descubro que el “Retrato” con el que se inician sus páginas es más gracioso que grandioso; que las mejores composiciones son, en mi opinión, aquellas en las que ensaya sonoridades juguetonas, quebradizas y zigzagueantes (como “La fiesta nacional”, cuya primera estrofa memoricé cuando era un niño, tras encontrarla en un libro del colegio); y que los poemas breves, alígeros y saltarines (“Yo, poeta decadente” o “Mi Phriné”) cautivan por su música pizpireta. Me queda, eso sí, una duda: ¿construye Manuel sus poemas con esa ironía displicente que parece empapar el tomo por mera pose… o porque no se vio capaz de elevarse a mayores alturas?

No lo juzgo un libro sólido y perdurable, pero me ha gustado leerlo y conocer algunas de sus composiciones andalucistas, bohemias y agitanadas, siempre tan resultonas.

martes, 25 de noviembre de 2025

Romancero

 

Tras una primera aproximación no desagradable al escritor argentino Leopoldo Lugones (el libro Alas, que ya comenté aquí en el año 2009: https://rubencastillo.blogspot.com/2009/10/alas_11.html), me acerco hasta los poemas contenidos en su Romancero, y la experiencia ya no me deja, ay, tan buen sabor de boca. Todas las composiciones que aquí recopila el autor son un sofoco continuo de amor arrebatado, pasional, volcánico; un amor puro y que no puede acabar sino con la muerte; un amor que no admite moderación ni calma. O sea, un arrebato romanticoide tras otro, que termina por cansar a partir de la página 20, por más buena voluntad que se le quiera poner a la lectura. Me encuentro, evidentemente, con pupilas que no son negras (qué ordinariez), sino violetas (p.138); con "tules" que siempre riman con "azules" y con "amor" que siempre rima con "dolor"; con tristes lágrimas para las que solo la tumba actuará como alivio; y con algunos intentos de ofrecer imágenes más originales, a riesgo de caer en la idiocia estupefaciente ("La rana no es más que una / tecla en la noche estival. / Una tecla de cristal / del piano de la luna"). Sultanes, amaneceres, reyes enamorados, abedules, visires, sombras esquivas, guitarras dolientes, esclavas bellísimas y ojos lánguidos que abaten sus pestañas como ocasos celestiales completan estas composiciones con su salpicoteo ñoño. En suma, unos poemas que parecen destinados a convertirse en billetitos seductores para doblegar el ánimo de señoritas dengues.

He tenido, eso sí, el coraje de recorrer las ciento cincuenta páginas del tomo, por si acaso encontraba algo más (lo que fuera) digno de apuntación. Espero que mi paciencia sea aplaudida.

lunes, 24 de noviembre de 2025

A las fracciones papá les llamaba quebrados

 


Abres este volumen de poesía porque te ha llamado mucho la atención su título: A las fracciones papá les llamaba quebrados, algo tenía que romperse. Con una sonrisa recuerdas que tu padre también te enseñó a sumar y restar quebrados, en las siestas bochornosas de un lejanísimo agosto. Lees el nombre del autor: Alkaíd Marino (Ciudad de México, 1980). Luego detienes tus ojos en el primer poema, donde la madre “partía el pan sobre la mesa de la escasez” y donde el padre “dividió el corazón de la familia”. E intuyes que vas a asistir a un triste espectáculo de aritmética triste, a operaciones de fractura. Y así es, en efecto.

El niño mal estudiante nos confiesa con amargura que, tras las quejas del maestro al padre, “el cinturón duele; duele en la espalda, en las piernas”; luego nos habla de incomunicación y desajuste en el ámbito doméstico (“Un número / sobre otro número: / mis padres jamás llegarían / a ningún resultado”); o comparte con la persona que está leyendo la zozobra que suponía acudir todos los días a clase (“Odié esa escuela: nadie quería ser mi amigo”); o susurra el impresionante poema “Concilio del insomnio”, donde se dirige al padre, que desapareció en su infancia. Y todo ese maelstrom de tristezas provoca que la voz que dicta este poemario se adentre en sí misma: “Me da miedo. Me da miedo ese lugar que soy. / Me da miedo la soledad. El frío que puedo ser: / estar solo conmigo. Esas cosas que malgasto, / que rompo, que termino siendo. Me da miedo”.

Un ejercicio durísimo de introspección, memoria y lágrimas que recomiendo leer en respetuoso silencio y en soledad.

domingo, 23 de noviembre de 2025

Cuando corríamos por la vida


 

¿Ante qué clase de obra nos encontramos al abrir las páginas de Cuando corríamos por la vida? La respuesta no es fácil, porque los poliedros no admiten resumen. Pero arriesgaré una hipótesis: un libro de amor, por encima de todo. Pero un amor expansivo, grande, tentacular, que adquiere ropajes diferentes: amor a la pareja, amor a los hijos, amor a la vida misma, al transcurrir del tiempo, a la exaltación de los sentidos físicos, al sexo, al olor de los tomates recién cogidos, al periquito que se murió en su jaula, después de haber alegrado con su trino redondo las estancias de la casa. Cuando corríamos por la vida es pura vida, palpitación, plenitud. El gozo lo traspasa y le da sentido. Nos habla de una niña que no entendió nunca por qué a los chicos les estaban permitidas cosas que a ella no; que se sumergió en los libros que su padre guardaba “en un mueble bajo, cerrado con llave”; que ha contemplado el “verde gris de los olivos”; que ha tratado de conseguir que sus hijos se conviertan en personas fuertes y felices; que ha circulado por la existencia como un barco valiente y decidido; que nos hace temblar de emoción mientras leemos el bellísimo homenaje “La cuerda que nos une”, dedicado a su progenitor; que nos conduce hasta el llanto (a mí, al menos) con el conmovedor poema que tributa a José Cantabella; y que, al cabo, nos relata muchos pliegues de su corazón y de su memoria con versos magníficos, que nos susurran y nos erizan bajo la excepcional ilustración que Carmen Cantabella asocia al poemario.

A veces, la tiniebla del miedo se ha acercado hasta su corazón (esas noches en que el hijo tarda demasiado en volver a casa) o hasta su familia (ese avispero que no les deja ocupar la terraza y que es necesario suprimir); pero también la lucha es vida, también el combate es éxito, también el coraje es memoria. Al cabo, la mixtura de luces y sombras conforma, siempre, nuestros calendarios. Y desde el hoy, contemplado retrospectivamente, todo adquiere dimensiones de conformidad y de plenitud. Somos porque fuimos. Desde aquel primer beso hasta ese salón donde envejecemos con orgullo y con dignidad. Juntos.

Qué bello volumen. Qué gran acierto pasear por sus páginas. Qué gran poeta es Teresa Vicente.

viernes, 21 de noviembre de 2025

El viaje de mi padre

 


“Es lo que pasa por no escuchar cuando puedes hacerlo: que luego te arrepientes de ello”. Son las palabras que anota Julio Llamazares para lamentarse por no haber prestado atención (o haberle formulado preguntas para conocer detalles) cuando su padre, antes de morir, le dijo que había cruzado media España (desde León hasta la costa de Valencia) durante la guerra civil, movilizado a los dieciocho años como radiotelegrafista, junto a su amigo Saturnino. Y Julio, con esa triste torpeza que a veces los hijos o los nietos no somos capaces de advertir hasta que es demasiado tarde, no prestó atención. Pero en 2024, fallecido el protagonista, su hijo decidió emprender ese viaje de recuperación o de expiación, de amor y de reconocimiento, de lealtad y de memoria. Consultó algunos detalles con el viejo Saturnino y, ochenta y seis años después, intentó reproducir aquel viaje atroz, en el que su padre y su amigo pasaron hambre, miedo y frío, enfrentándose a los bombardeos, las órdenes ladradas por los superiores, los disparos y el horror.

El resultado es El viaje de mi padre, un trabajo admirable, melancólico y estremecido, en el que Llamazares recorre vías de ferrocarril ya inundadas por los hierbajos, estaciones cuyos letreros y muros se caen, pueblos languidecientes en medio de la niebla (la desoladora despoblación de viejas zonas de Castilla), bares donde toma un vino con los parroquianos, antiguos aeródromos ahora reconvertidos en campos de manzanos, decrépitas trincheras que aún conservan el olor acre de la muerte, trozos de metralla e incluso restos de huesos que siguen brotando entre los matorrales y, sobrevolando esas imágenes, dos pensamientos que se repiten una y otra vez en el volumen: primero, el contraste entre el paisaje actual y el antiguo (cómo es posible que en estas plazas o calles tan pacíficas y tan silenciosas atronasen las bombas y se apilasen los cadáveres); segundo, el asombro de que algunas líneas ideológicas actuales se obstinen en olvidar aquello e, incluso, coqueteen con la idea de repetirlo.

Un libro para leer y para pensar, redactado por uno de los escritores más brillantes de nuestro país.

jueves, 20 de noviembre de 2025

Ciclo de primavera

 


No cabe aproximación racional u ortodoxa a las piezas literarias de Rabindranath Tagore, porque su fraseo es musical, lírico, vaporoso. Las líneas brotan y se elevan como columnas líricas, como llamaradas; llenas de colores, de aromas, de rumor de lirios. Así ocurre también con Ciclo de primavera, que leo en la traducción de Lauro Olmo y que publica el sello Edaf. Al principio, parece que asistimos a una ceremonia teatral o poética más o menos convencional (un rey caprichoso y débil, que se deja seducir por las palabras de Sruti-bhushan, es después convencido por el Poeta). Pero si intentamos seguirla de forma apolínea fracasaremos de modo estrepitoso, porque el Nobel hindú nos conduce por senderos de bruma, donde los pasos tienen que ser etéreos, y jamás firmes. La vida (parece decirnos el polímata de Calcuta) es una explosión de felicidad, un juego, una zona de luz y de risas. Y debemos aceptarlo con una sonrisa plena.

“Cuando nosotros muramos, Dios nunca repetirá la equivocación de crear otros seres tan absurdos como nosotros”, escribe con sorna. “No es tarea nada fácil dirigir a los hombres. Más fácil resulta empujarlos”, escribe con inteligencia.

Aceptemos la propuesta y dejemos que su música nos embriague y nos dirija. Solamente quienes se hagan niños y danzarines entrarán en el Reino de Tagore.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

La nostalgia feliz


Siento un interés creciente (también una fascinación creciente) por los libros de la belga Amélie Nothomb, así que continúo explorando sus páginas y recorro ahora las de La nostalgia feliz, que leo en la traducción de Sergi Pàmies para el sello Anagrama. Se cuenta allí el conjunto de emociones que experimentó durante el rodaje de un documental que la televisión francesa realizó sobre sus primeros años en Japón: el reencuentro con su vieja aya (a la que, con preciosa fórmula de aire oriental, llama “mujer sagrada”) o con su primer amor (Rinri Nakano), una visita a su antiguo colegio, paseos por los parques y calles de su infancia… Como es natural, las sensaciones de nostalgia o de extrañeza salpican no solamente el corazón de la narradora, sino también las líneas de su texto. ¿Cómo podría ser de otro modo? Regresar a los lugares del ayer y reencontrar cambiadas o envejecidas a las personas que poblaron ese ayer constituye un choque emocional enorme, del que resulta imposible salir indemne: han variado los colores, las formas, las luces. Y la mirada que los registra, también. Se comprende entonces que esos lugares y esas personas ya no pertenecen al espacio, sino al tiempo; y que ser capaces de contemplarlos con serenidad nos impregna de una nostalgia feliz, en absoluto dañina.

Una obra hermosa, melancólica e inteligente, que me anima a seguir conociendo más propuestas narrativas de Nothomb.

martes, 18 de noviembre de 2025

El cuerpo del día

 


Hace demasiado tiempo (ay) que no releo los versos de Fulgencio Martínez, así que dedico la tarde del lunes a pasearme por las espléndidas páginas de El cuerpo del día, que publicó Renacimiento en 2010 con prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Con el habitual virtuosismo, el escritor murciano desarrolla su voz lírica y filosófica, que omite los adornos espurios y se ciñe a un proceso comunicativo de admirable sequedad. Porque su poesía no es (nunca ha sido) una pirotecnia de colores, ni tampoco una fanfarria de orquestina de pueblo, llena de confetis y musiquitas pegadizas, sino todo lo contrario: un esfuerzo, casi juanrramoniano, de pulcritud esquelética. Como el jardinero que mira un bonsái y lo poda con escrúpulo de microbiólogo, nuestro poeta detiene su mirada en las aristas de la frase, en los vértices de las palabras, en los ritmos subterráneos, y ejecuta sobre ellos su labor paciente, implacable, invisible. El resultado es un poemario donde nos sorprenden verbos inesperados (“Quizá su presencia diga un brillo”), sustantivos de llamativa rareza (“Fijo en el darién / donde comienza la tierra firme”), adjetivos para la sonrisa (“Es azul como un pensamiento”) y, en fin, una música callada pero real, que impregna las páginas de un libro destinado al silencio y la relectura.

Acudo a las páginas 16 y 17 (“Añoro las épocas en que la libertad / era una epidemia / y únicamente se la podía combatir / para destruirla; / no como ahora, ignorándola”). Acudo a la página 23 (“Nuestro arte tiene un deber moral: la esperanza”). Acudo a la página 26 (“Ignoran que ser hombre es construir / cada día una ventana en la niebla”). No será necesario que siga añadiéndoles citas: estoy convencido de que ahora son ustedes quienes desean acudir al libro.

domingo, 16 de noviembre de 2025

Elocuencias de un tartamudo

 


Disfruto, como quien saborea una pequeña caja de bombones selectos, el libro Elocuencias de un tartamudo, de Eduardo Halfon. E insisto en mi idea de ir, poco a poco, leyendo todas sus obras: me encanta su forma de escribir.

Aquí, en este volumen publicado por Pre-Textos, nos encontramos con un bello ramillete de historias entrañables (“A veces Micaela”) o terribles (“Peligro de extinción”), donde se conserva en toda su pureza el aroma de la oralidad, y que fueron escuchadas por el narrador “en Guatemala, en México, en Iowa City, en La Habana, en La Rioja, en Ginebra” (p.12). Pero que nadie piense que esa oralidad se traduce en un estilo desgalichado o ramplón. El guatemalteco dota siempre de un brillo especial a sus páginas y se preocupa de que los adjetivos y los verbos fuljan con una gracia extrema (uno de los personajes “hablaba áspero, como roncando las palabras”, nos dice en la p.31). De tal manera que, seducidos por la maravilla de su escritura, vamos enterándonos de cómo el baile puede salvar una vida (“La pinta brava de un varón”), cómo existen árboles que necesitan ayuda e instrucciones para fructificar (“La serenidad del brujo”) o cómo ciertos profesores indignos, tras ser denunciados por acoso sexual, optan por poner fin a su respiración (“Siempre un pecho”).

Una delicatessen, vaya.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Alves & Cía

 


Godofredo de la Concepción Alves (un próspero empresario de 37 años) sabe que su socio Machado (que tiene 26) anda sumido en un misterioso jaleo de faldas, pero no entiende que los devaneos eróticos del joven sean de su incumbencia. Lamentablemente, cuando se dirige por sorpresa hacia su casa para celebrar con su esposa Ludovina el aniversario de bodas, descubre a esta en los brazos del desahogado galán. Y todo su mundo se viene abajo (“Deseó verdaderamente morir”, anota Eça de Queirós en el capítulo III). Un dolor infinito lo desgarra y, tras descubrir los mensajes apasionados que ella ha escrito para su amante, Alves siente que llega al borde del acantilado (“Si una palabra bastase, una orden dada bajito a su corazón para que se detuviese, diría esa palabra tranquilamente”, III).

A partir de ese instante, oscilando entre la ira y el absurdo, Alves concebirá mil propósitos sin pies ni cabeza, que se contradicen unos a otros: matar al ofensor, quitarse la vida, plantear un duelo, expulsar a la mujer de su casa (circunstancia que su suegro aprovecha de forma mezquina para arrancarle una sustanciosa pensión mensual), requerir el consejo de sus amigos más cercanos, mantener el secreto del agravio… De tal forma que, en realidad, estamos siendo invitados para que contemplemos, en respetuoso silencio, la desolación de un hombre que, siendo feliz, es expulsado del paraíso, y que tiene que reconstruir su vida, advirtiendo desde el principio “de un modo agudo y doloroso la evidencia de su soledad” (cap.VIII).

Bondadosa y con un final feliz (o, al menos, resignado), esta novela de José María Eça de Queirós me ha deparado dos intensas tardes de lecturas. La recomiendo.

jueves, 13 de noviembre de 2025

El exclaustrado

 


En ocasiones, el pasado se niega a cumplir su misión y diluirse en el olvido; y, cuando tal sucede, puede llegar a adquirir una densidad inquietante, donde el sofoco, el remordimiento o la culpa golpean sin misericordia. Juan Cabrera, durante treinta años, profesó en el cenobio de Ciriego. En esas décadas, la oración, la meditación, las lecturas sacras y la estricta observancia de las normas conventuales constituyeron la base de su vivir. Al cabo de ese tiempo, herido por una crisis espiritual, solicitó una dispensa para abandonar sus votos. Ahora, a los setenta y dos años, vive en un pequeño apartamento de Argüelles, rodeado de libros y con la única compañía humana de una asistenta que se ocupa de la limpieza y la comida. Su cotidianidad es ahora apacible, pero un personaje del pasado (un novicio cuya expulsión del convento propició con una denuncia por inmoralidad) vuelve a adquirir presencia ante él: se llama Antón Rubial y es profesor de Derecho de Jaime, sobrino del exclaustrado. Lejos de haber olvidado aquella afrenta pretérita, Rubial maquina una venganza implacable contra Juan Cabrera, en la que inyectar todo el odio rencoroso que siente por él: esa “enemistad sine die” (p.62) va a adquirir gradualmente en la narración unas dimensiones perturbadoras. Y Cabrera, que abandonó el convento para recluirse en un piso y que siente que “la resultante de todo aquel proceso de exclaustramiento-enclaustramiento fue el vacío” (p.155), resultará avasallado por ese vendaval de ira biliosa.

Novela de grandes profundidades conceptuales y de gran (y filosófico) rigor léxico, El exclaustrado nos invita a reflexionar sobre la vigencia, el significado y la fortaleza (o debilidad) de la fe en nuestro tiempo, a la vez que actualiza narrativamente la vieja escena tentadora del Edén bíblico, con su serpiente, su manzana y sus desprevenidos humanos.

Con la adición de múltiples citas (Antonio Machado, Heidegger, santa Teresa, Sartre, Shakespeare, García Lorca o Benavente), Álvaro Pombo despliega ante nuestros ojos un texto exigente, de elevada esencia, que a Miguel Espinosa (es mi impresión) le habría encantado. A mí también.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

Todos los fuegos el fuego

 


Da igual por dónde lo relea: si retomando sus libros más juveniles o los de su madurez. Da igual dónde y cómo lo relea: en la playa, con calor sofocante, o en el sillón navideño. Julio Cortázar siempre me deja una sensación de maravilla en los ojos y en el cerebro. Tras la explosión de lectura que le dediqué durante mis tres últimos cursos universitarios, luego lo he ido revisitando durante los treinta años siguientes con el mismo fervor. Ahora lo hago con Todos los fuegos el fuego, que compré en Expo-Libro (me lo vendió mi amigo Alfonso) el 6 de marzo de 1990: así consta en una anotación a bolígrafo en el tomo de Pocket/Edhasa.

¿Será necesario que detalle los argumentos de los relatos? ¿Será necesario que me detenga en aplaudirlos uno por uno? ¿Será necesario repetir mi éxtasis tras cada punto final? Entiendo que no. Cada uno de ellos constituye una apuesta y una aventura, que absorbo con deleite: he sufrido el atasco sofocante que tupe la carretera que conduce hacia París (“La autopista del sur”); me he apurado con las triquiñuelas bienintencionadas que planifica una familia para conseguir que una anciana de salud quebradiza no sufra (“La salud de los enfermos”); he participado en los prolegómenos de la revolución cubana, arrastrándome por la selva bajo las balas y los mosquitos (“Reunión”); he vuelto a maravillarme con la prodigiosa mezcla de voces y perspectivas de “La señorita Cora”; y, por supuesto, he corrido en medio de la niebla nocturna, huyendo junto a Rice y John Howell, sin saber muy bien de qué, de quién y por qué.

Brillante, versátil y siempre contundente, el narrador argentino me lleva por los caminos que quiere. Y yo, tan dócil como satisfecho, me dejo conducir. Como es habitual, el resultado es una experiencia (re)lectora de primera magnitud: no en vano es uno de mis dioses literarios, desde 1987.

martes, 11 de noviembre de 2025

Cobardes

 


Goethe escribió famosamente sobre las “afinidades electivas” y, en ocasiones, he pensado en cuánto de afinidad electiva inversa hay en el mundo de los libros. Porque estoy convencido de que son las obras (o, dicho de una forma quizá más exacta, los estilos) los que te buscan a ti. Y, también, los que te apartan. Estilos como los de Marguerite Duras, Hemingway o Faulkner, a mí, concretamente, me tiran para atrás. No me interesan. No me seducen. No son lo mío. Pero otros sí que lo son, desde mi primer encuentro: Cortázar, Borges, Neruda, Delibes. Entre mis contemporáneos también he encontrado algunos de esos imanes luminosos; y Jesús Feliciano Castro Lago figura en dicha nómina.

Lo corroboro con la lectura de Cobardes (Siete relatos sobre gente como tú y como yo), que el sello Talentura tuvo el acierto inteligente de publicar y que nos entrega unas espléndidas narraciones sobre quebrantos del corazón y sobre flaquezas del espíritu que están protagonizadas (nunca un subtítulo fue tan verdadero y tan atinado) por personas como nosotros: novias infieles que deben enfrentarse a un vuelco en sus vidas; mujeres que tropiezan con antiguas compañeras de instituto; esposas que sufren la humillante realidad de que sus maridos las engañan de forma flagrante; niñas que sienten en su primera revisión ginecológica la incomodidad de unos tocamientos sospechosos; profesores sometidos a una experiencia vejatoria; viudas súbitas; o madres que deben cuidar de la nueva (y al principio indeseada) mascota de su hija. Seres heridos, infelices y atribulados que soportan los oleajes de un océano llamado mundo; y que, como sea, tienen que sobrevivir.

Castro Lago es maravilloso, oigan ustedes. Si yo tuviera 19 años, en lugar de 59, escribiría que soy muy fan. Búsquenlo.

lunes, 10 de noviembre de 2025

A la orilla de un pozo

 


Con aquella mala leche que constituía lo peor de su espíritu, Francisco Umbral definió a Rosa Chacel, en su libro Las palabras de la tribu, diciendo que era “una bruja cruzada de Mary Poppins”. Y en varios lugares de ese libro (y de otros) pregonó que se trataba de una novelista artificial, inventada por Ortega y Gasset. En mi juventud, esas impertinencias extraliterarias del madrileño me produjeron (ahora me avergüenza reconocerlo) algunas sonrisas, pero con la madurez me ha llegado la convicción de que los denuestos, si es necesario exhalarlos, deben estar referidos a una obra; jamás a una persona.

Me acerco hoy a los treinta sonetos rotundos, impecables, de factura clásica y resonancia solemne, que la vallisoletana reunió en el volumen A la orilla de un pozo y que ahora son reeditados por Laura Cristina Palomo Alepuz y el sello Cátedra, en el espléndido tomo Una firme razón para el deseo. En ellos se puede encontrar una dicción majestuosa y brillante, mediante la cual, con tinta marmórea (el soneto tiene mucho de recinto de mármol, pese a que el juguetón Pablo Neruda lo llamase “casa de catorce tablas”), Rosa Chacel dibuja espacios de amistad y elogio, para que queden allí ambarizadas las figuras de algunas personas con las que mantuvo durante años una estrecha relación, literaria y/o humana (Concha de Albornoz, Rafael Alberti, María Teresa León, Luis Cernuda, Concha Méndez, Nikos Kazantzakis, María Zambrano). Y lo hace no solamente con un vocabulario amplio y culto, sino también incorporando rimas de lujuriosa diversidad (“argentina/endrina”, “brillo/cabritillo”, “borrasca/masca”, “escorpiones/lecciones”, “arañas/mañas”) y también imágenes muy bellas, como esa música que, nos dice, se encuentra dentro del pentagrama “en ejemplares líneas prisionera” (soneto 21).

Me encantan también muchos de los versos finales, que se quedan vibrando en la memoria, con sonoridad magnífica. Y en algunos casos con mensajes especiales dirigidos de forma íntima a la persona homenajeada. Véase cómo le dice a Concha de Albornoz que “Piso el fantasma que arde en mis desvelos” (soneto 1), cómo le dice a Rafael Alberti que “¡La vida es gracia y el reír no cuesta!” (soneto 2) o cómo sentencia ante Luis Cernuda, poeta amicísimo: “Pero es tuyo el secreto de la noche” (soneto 12).

Estos versos de Rosa Chacel son, en el mejor y más alto sentido de la expresión, “música clásica”. Y como tal creo que deben ser leídos. Ahora, gracias a esta primorosa edición de Cátedra, podemos hacerlo con toda comodidad.

sábado, 8 de noviembre de 2025

De dama a zorro

 


Resulta inevitable pensar en La metamorfosis, de Franz Kafka, mientras se lee la novela corta De dama a zorro, de David Garnett (a la que he tenido acceso gracias a la traducción de Enrique Murillo). Y no solamente porque nos encontremos con un personaje que se transmuta en un animal (eso también puede ser observado en La odisea, en El asno de oro y en otras fabulaciones), sino porque la carga reflexiva del texto se deposita sobre el modo en que tal cambio físico influye sobre las personas que rodean a la protagonista.

Aquí, de forma súbita, mientras pasea con su esposa Silvia por la campiña, el señor Tebrick se queda perplejo al comprobar que ella se convierte en un zorro. El asombro y la mudez lo paralizan, lógicamente; pero no puede haber lugar a dudas: el brillo que advierte en los ojos del animal y la forma en que se frota con su pierna le dejan claro que, bajo su pelo áspero y su olor acre, sigue estando el espíritu de su mujer. A partir de ese instante, su vida tiene que experimentar una aguda adaptación: mata a sus perros para que no dañen a Silvia (una escena harto cruel), despide a los sirvientes para que no adviertan la mudanza y, arrodillado, reitera ante el zorro sus votos de amor (“Te juro, cariño, que toda mi vida te seré fiel, te respetaré y te veneraré, porque tú eres mi esposa. Y no lo haré porque piense que Dios será compasivo y te devolverá a tu anterior forma, sino simplemente porque te amo”). La situación, tan compleja de sostener desde el punto de vista lógico, es aceptada sin cortapisas por el lector, que se deja llevar por el encanto narrativo de Garnett. Y, siguiendo la ruta trazada por ese encanto, admite también el cómico enfado de Tebrick cuando Silvia devora los alimentos de forma desagradable (“¿No te da vergüenza, Silvia, ser tan atolondrada, comportarte como una palurda sin educación?”) o cuando trata de jugar a las cartas con ella. Pero la situación se irá volviendo cada vez más cenagosa conforme afloren los instintos animales del zorro, que luchará para escapar del control de Tebrick y volver a su ámbito salvaje, como la naturaleza le dicta.

Un curioso relato, que nos invita a admitir el absurdo como una circunstancia plausible y que, a la vez, nos traslada interesantes reflexiones psicológicas sobre el ser humano.

viernes, 7 de noviembre de 2025

Las aventuras de Tom Sawyer


 

Vuelvo a leer, como hice hace cuarenta y cinco años (más o menos) Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Y vuelvo a disfrutar de los berrinches que la da el simpático pilluelo a su tía Polly, de la forma en que se fuga las clases, de sus peleas absurdas, de la forma en que come mermelada a escondidas, de la astucia que despliega cuando le conviene (el episodio de la pintura de la cerca), de la figura intrigante de Joe el Indio, de su encandilamiento por Becky Thatcher o del cambalache que pacta con Huckleberry Finn (cambiándole su diente caído por una garrapata en el cap.VI).

Supongo que en su día disfruté estas páginas por lo que tenían de gamberras e iconoclastas; y, aunque he perdido con el paso de las décadas ese espíritu, todavía he sonreído con sus opiniones irreverentes (“Hubo una vez un coro de iglesia que no era mal educado, pero se me ha olvidado dónde. Ya hace muchísimos años y apenas puedo recordar nada sobre el caso, pero creo que debió de ser en el extranjero”), con sus incorrecciones políticas (“No he conocido a un negro que no mienta”) y con sus hipérboles admirativas (dice que Robin Hood fue “la persona más noble que ha habido nunca. Podía a todos los hombres de Inglaterra con una mano atada atrás; y cogía su arco de tejo y atravesaba una moneda de diez centavos a milla y media de distancia”).

En ocasiones, volver a nuestras viejas novelas de infancia es bonito. Me alegro de haberlo hecho.

miércoles, 5 de noviembre de 2025

Tránsitos

 


Una historia escrita por Jesús Zomeño siempre constituye, en mi opinión, un acontecimiento literario. Así que imagínense lo que ha podido impresionarme el volumen Tránsitos, que reúne cuatro novelas cortas que, según manifiesta el autor en la nota inicial, “forman un viaje a las profundidades de la condición humana” (p.10).

Sobre la primera (Noche oscura del alma, que se rotuló originalmente Tránsito al ser publicada en 2023, también en el sello Contrabando) ya di cuenta en mi blog (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/05/transito.html), así que me centraré con más detalle en las siguientes.

La segunda se titula Extraños en un tren, y en ella descubrimos a un policía que, para evitar ser asesinado por sus compañeros, huye en un tren. Allí es abordado por un extraño personaje que dice ser un vampiro reconvertido en tatuador (“Parece lo mismo, vampiro que tatuador, pero no son iguales. Somos lo opuesto, hemos evolucionado. Uno clava los dientes y chupa la sangre, el otro clava la aguja y mete dentro la tinta, inyecta sombras. Si un vampiro pudiera reflejarse en un espejo vería enfrente a un tatuador. Antes fuimos vampiros, ahora somos tatuadores, dibujamos debajo de la piel el sabor de la sangre, cuando se oxida es negra”, p.118). Con su cháchara misteriosa, este tatuador o vampiro comienza a embrujarlo mediante una serie de conversaciones en apariencia inconexas: los abrigos de visón, los tatuajes, Evita Perón, la sífilis, las norias… No les contaré el final, pero sí les advierto de la condición hipnótica e inquietante del relato.

La tercera lleva por título El paraíso perdido y comienza con la muerte de Stoian Georgiev Antov. Dos amigos (Yavor Asenev y Rania Kasarova, comunistas octogenarios que pertenecieron a los servicios secretos búlgaros) son convocados por carta para que sufraguen una deuda que ha dejado pendiente y ambos se suben al tren para dirigirse a Oreshec. Durante el trayecto se desarrolla un largo diálogo (o dos monólogos complementarios) donde afloran todos los recuerdos de una época de espionaje, delaciones, agentes dobles, interrogatorios, control férreo del estado y falsedad. Aquel mundo terrible y oscuro nos va siendo poco a poco desvelado a través de sus voces.

La cuarta lleva como rótulo Mi nombre es Mary Shelley y en ella escuchamos la voz de una tanatoesteticista (“En definitiva, trabajo para darles vida, como Mary Shelley”, p.349) que se dirige hacia Bucarest para conocer personalmente a su novio, tras una larga relación vía Internet. Se trata de un personaje fascinante y verborreico que, opinando sobre mil cosas (los gatos, los niños, el marxismo, los chicles, Hiroshima, los bizcochos de chocolate, los tacones, Cleopatra, la lucha libre, los caramelos de rosas) nos va dibujando, borgianamente, su propio yo, que se encuentra atravesado por diversos traumas y grietas íntimas.

Creador de atmósferas especiales, inconfundibles y musculosas, Jesús Zomeño nos deja a lo largo del volumen un caudal tan impresionante de reflexiones y de frases que no da tregua a quienes acostumbramos a subrayar los libros. Déjenme que les anote algunas: “El mundo sigue siendo el mismo, carece de importancia el nombre de los que pretendían cambiarlo”. “Debes conseguir que los recuerdos no sean una carga. Si destruyes el pasado vaciarás el subconsciente para que no empuje”. “La nueva religión no se predica en el desierto sino en el ciberespacio”. “Soy libre para no ser nadie”. “La misantropía forja el carácter y crea hombres independientes, porque la solidaridad, lo de apoyarse unos en otros, fomenta el miedo y la debilidad”. “Los niños no existen, desde que nacen son cadáveres en busca del lugar que ocuparán en el mundo como adultos”. “La gente suele centrarse en los traumas infantiles, pero yo tengo más imaginación y puedo traumatizar mi vida entera”. “El mundo es redondo porque es inútil ir a ninguna parte”.

Léanla, por lo que más quieran.

martes, 4 de noviembre de 2025

Malos entendidos

 


Descubro, gracias al titánico esfuerzo editor de José María Cumbreño, tan admirable como tenaz, a la joven poeta mexicana Lolbé González. Y lo hago con las páginas de Malos entendidos, el delicado volumen que Liliputienses, con la colaboración del ayuntamiento de Salorino (Cáceres), acaba de poner en las mesas de novedades.

Y como me ocurre cuando termino de bañarme en un buen libro de poesía, me encuentro con la reflexión del millón de euros: ¿qué decir de él? Con una novela es relativamente fácil, porque el lector puede recibir información argumental. Pero, ¿cómo se afronta una reseña sobre versos, sobre estancias líricas, sobre jirones de corazón? Nunca lo he sabido y me temo que nunca lo sabré, pero qué excelente libro, oigan, qué catarata de emociones y de belleza te resbala por dentro y por fuera cuando transitas por sus hojas. Qué esplendor de luces. Qué delirio de lápiz rojo subrayando versos, adjetivos, imágenes. Qué despliegue de signos de exclamación en los márgenes. Qué cabeceos afirmativos mientras vas descubriendo reflexiones llenas de inteligencia y sensibilidad. Me han bastado estas noventa páginas para admirarme con la excelente literatura de esta escritora de Mérida. Y quizá a ustedes les pasaría lo mismo.

Pueden abrir el libro por la página 16 (“La pasión amorosa y la violencia duermen en habitaciones distintas de la misma casa. En esa casa no hay puertas”). Pueden abrir el libro por la página 40, y leer en bucle esa delicia emotiva que ella titula “Comunicado urgente para la niña que fui”. Pueden abrir el libro por la página 42 y asombrarse con el largo quejido (bien justificado, mal que nos pese) de “Señores”. O por la página 54 y leer en voz alta el poema que comienza con estos dos versos: Nunca he parido un hijo / pero he sido un poco madre de todos mis amantes. O por la página 81, donde golpean el mentón versos como este: Me interesa lo que duele atrás del dolor. O, ya que están puestos, por la página que quieran, porque Malos entendidos es una obra que no adolece de altibajos ni de fallas: es deliciosa y admirable de principio a fin.

Ábranlo y lo comprobarán.

lunes, 3 de noviembre de 2025

Tesa

 


El azar, que siempre es caprichoso, nos depara a los lectores imprudentes algunas decepciones y algunas alegrías. Cuando se combina con la mala suerte, puede que un lector (fue mi caso) abra la novela El nombre de la rosa por la página justa en que se revelaba la identidad del misterioso monje asesino. Puedo asegurar que juré en arameo, aun desconociendo el léxico de dicho idioma. Ahora, quizá como compensación, el azar se ha aliado con la buena suerte y he abierto la novela Tesa, de Pilar Molina Llorente por la página 89, cuando la protagonista acaba de abrir un pequeño armario y encuentra en su interior unas lentes y figuras de cristal y nos habla de “prismas que se apresuraron a reflejar en colores la luz que les llegaba”. Santo Dios. No dice que reflejaron, ni que comenzaron a reflejar, sino que “se apresuraron”. Un detalle así resulta, para mí, suficiente: tenía que leer la obra. Y he quedado muy satisfecho con la experiencia, por su agradable mezcla de realidad y de fantasía, que el jurado del premio Edebé sancionó en 2013, con toda justicia.

Nos habla de una chica adolescente (Teresa, pero prefiere que la llamen Tesa) que, por organización familiar, tiene que trasladarse a la casa donde viven su abuela y su bisabuela. Allí encontrará un hogar antiguo y lujoso, digno de un anticuario, en el que vivió su antepasado el erudito don Baltasar de Garciherreros, y donde comenzará a experimentar sensaciones extrañas, como la de ver sombras que se mueven e incluso ojos que la espían en la oscuridad. ¿Se trata de meras aprensiones suyas? Así prefiere creerlo… hasta que un día logra acorralar a una de esas presencias, que resulta ser una criatura llegada de otra dimensión. Esa criatura le explica de dónde viene y, sobre todo, el peligro que se cierne sobre la casa debido a la existencia de un túnel que conecta este mundo con otros mundos paralelos, en los que no viven solamente criaturas inofensivas.

Una lectura absorbente y casi cinematográfica que resulta muy amena. Creo que puede gustar mucho a los lectores más jóvenes.

sábado, 1 de noviembre de 2025

El diario de la peste

 


Mi retorno hasta la narrativa de Espido Freire me conduce hasta la ciudad de Toledo y hasta el año 1598, en plena epidemia de peste. Dos niños (la joven Elena y su hermanito pequeño Diego) se han quedado en la casa familiar, mientras sus padres han tenido que desplazarse hasta La Puebla de Montalbán, donde parecen haber quedado atrapados. A la tensión de la espera se une el descubrimiento de que los criados planean poner fin a sus vidas, para poder huir de la epidemia ahora que aún tienen tiempo. Y la valerosa Elena decide entonces coger a su hermano y, utilizando un viejo pasadizo secreto que solamente conoce su padre, desplazarse hasta las afueras de la ciudad.

Se inicia de esa forma una aventura de supervivencia en la que unas monjas (que indican a Elena el emplazamiento de una cueva protectora) y, algo después, un pastorcillo temeroso (que le entregará unas mantas y unas provisiones), intentarán ayudar para que todo termine bien.

El relato está muy bien construido y creo que resulta una lectura agradable, sobre todo para los más jóvenes, que se admirarán del modo en que Elena lucha para sobrevivir, utilizando árboles, plantas medicinales, pesca y caza; y utilizando, sobre todo, su voluntad firme de demostrar (y demostrarse) que una mujer puede hacer lo mismo que un hombre. Gran oda a la libertad, la valentía y la superación personal, que ha merecido el premio Anaya de Literatura Infantil de 2025.