Da
igual por dónde lo relea: si retomando sus libros más juveniles o los de su
madurez. Da igual dónde y cómo lo relea: en la playa, con calor sofocante, o en
el sillón navideño. Julio Cortázar siempre me deja una sensación de maravilla
en los ojos y en el cerebro. Tras la explosión de lectura que le dediqué
durante mis tres últimos cursos universitarios, luego lo he ido revisitando
durante los treinta años siguientes con el mismo fervor. Ahora lo hago con Todos
los fuegos el fuego, que compré en Expo-Libro (me lo vendió mi amigo
Alfonso) el 6 de marzo de 1990: así consta en una anotación a bolígrafo en el
tomo de Pocket/Edhasa.
¿Será
necesario que detalle los argumentos de los relatos? ¿Será necesario que me
detenga en aplaudirlos uno por uno? ¿Será necesario repetir mi éxtasis tras
cada punto final? Entiendo que no. Cada uno de ellos constituye una apuesta y
una aventura, que absorbo con deleite: he sufrido el atasco sofocante que tupe
la carretera que conduce hacia París (“La autopista del sur”); me he apurado
con las triquiñuelas bienintencionadas que planifica una familia para conseguir
que una anciana de salud quebradiza no sufra (“La salud de los enfermos”); he
participado en los prolegómenos de la revolución cubana, arrastrándome por la
selva bajo las balas y los mosquitos (“Reunión”); he vuelto a maravillarme con
la prodigiosa mezcla de voces y perspectivas de “La señorita Cora”; y, por
supuesto, he corrido en medio de la niebla nocturna, huyendo junto a Rice y
John Howell, sin saber muy bien de qué, de quién y por qué.
Brillante, versátil y siempre contundente, el narrador argentino me lleva por los caminos que quiere. Y yo, tan dócil como satisfecho, me dejo conducir. Como es habitual, el resultado es una experiencia (re)lectora de primera magnitud: no en vano es uno de mis dioses literarios, desde 1987.

No hay comentarios:
Publicar un comentario