Es
difícil mantener los sueños (y ni siquiera la alegría de vivir) cuando se vive
esclavizado por un trabajo estúpido, rutinario, absurdo, donde rellenas uno
tras otro miles de formularios, realizas copias, archivas carpetas y te ves
obligado a sonreír cuando el jefe llega después que tú, se va antes que tú y
disfruta de más vacaciones que tú. Es la existencia gris del empleado del
último peldaño, del tornillo más insignificante de la maquinaria, que el
uruguayo Mario Benedetti retrata de forma impecable en estos Poemas de la
oficina, donde se nos habla de ilusiones que se marchitaron y que, desde
luego, no caben en el sobrecito marrón del sueldo; del ímpetu intacto que
enarbola el recién llegado, que aún confía en alcanzar el éxito sentado frente a
la mesa (“El nuevo”); del horario tedioso y sofocante, que parece estirarse
como un chicle sin sabor (“Faltan para el domingo / como siete semanas”); de
las esperanzas inútiles de felicidad, que se emplazan para el momento del
retiro (“Pero el cielo de veras que no es este de ahora / ese cielo de cuando
me jubile / habrá llegado demasiado tarde”); de la resignación, que cae sobre
la cabeza del empleado como una ceniza gris (“Otro día se acaba y el destino
era esto”); y de las breves sonrisas que brotan durante los quince días en los
que se disfruta de vacaciones, tras los cuales se mira al calendario y se
comprende que, otra vez, “aquí empieza el trabajo. / Mansamente. / Son /
cincuenta semanas”.
Siempre resulta fascinante adentrarse por los libros de Benedetti, así que imagino que iré visitándolos todos. Espero poder hacerlo. Y que ustedes me acompañen.

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