Toda
vida está compuesta por una serie de viajes, que ejecutamos animados por
sentimientos muy diferentes: curiosidad, entusiasmo, obligación, tristeza,
dolor, gozo, hastío… En la novela que acabo de terminar (Tránsito, de
Jesús Zomeño, publicada por el elegante sello Contrabando) vuelvo a encontrarme
con uno de esos viajes, que se inicia cuando el protagonista toma un tren en
Sofía (Bulgaria), el cual lo llevará, deteniéndose en varias estaciones
nocturnas, hasta Bucarest. Ignoramos su nombre. Ignoramos el propósito de su
viaje (que solamente en las tres páginas finales quedará explicado). Ignoramos
cuál es el estado de ánimo con el que inicia su fatigosa aventura ferroviaria.
En
el vagón se encontrará con un hombre negro que habla varias veces (y en un tono
de voz demasiado elevado) por su teléfono móvil; con una pareja de chicos
norteamericanos, llamativamente rubios; con una pareja de ancianos, que comen y
terminan bajándose en una estación desconocida, mientras el protagonista se
encuentra descabezando un pequeño sueño; con una mujer que lee. Impulsado por
la ociosidad, el protagonista elabora teorías sobre todos ellos, adjudicándoles
profesiones, deseos, identidades y metas. En ese juego poliédrico hay momentos
de humor, instantes de delirio, focos surrealistas, pliegues de sombra; y lo
sabe el narrador como lo sabemos los lectores, porque nos sumamos de buena gana
a su bazar de interpretaciones. Aceptado que los demás son siempre enigmas (y
más cuando resultan ser perfectos desconocidos, con los que solamente el leve
azar de unas horas nos vinculará), convirtámonos en marionetas. A nadie haremos
daño con esa distracción secreta. Pero luego está también lo otro: las heridas
que el protagonista porta en su alma, y que están relacionadas con su padre (del
que recuerda algunos tristes episodios de menosprecio) y con su esposa (la cual
“solía decir que suspirar le calmaba el odio que me tenía”, “siempre ha dicho
que solo valgo para cambiar bombillas” e incluso se permitió la brutalidad de
decirle una vez “que prefería un hijo de cualquiera, o uno engendrado in vitro,
antes que uno mío”).
Añadan
a esa red de emociones la lectura inacabada por parte del narrador del libro La
isla del tesoro (que adquiere cualidad de símbolo), un trágico atropello
que se produce en las primeras páginas y la prosa cuidada, casi (en el mejor
sentido) poemática de Jesús Zomeño, y obtendrán una novela magnífica, de grata
y sugerente lectura.
Están tardando en abalanzarse sobre ella.
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