Suene
denigrarse la figura de Manuel Machado utilizando como contrapunto la de su
hermano Antonio. Y aunque sea notoria (a favor del segundo) la diferencia,
importa juzgar a los autores por sí mismos, en función de sus obras, no de lo
que compuso y publicó su esposo (Zenobia Camprubí), su padre (Klaus Mann), su
madre (Agustín Cerezales) o, ya que estamos, su hermano menor. ¿Es admirable la
figura poética de Manuel Machado, considerada de forma objetiva? No me
atrevería a decirle con la boca muy grande, porque tengo mis reservas. Creo que
nos entregó algunos destellos interesantes, pero que en su conjunto no deja de
ser un vate discreto.
Tras
leer El mal poema, en la cuidada edición de Luisa Cotoner para el sello
Montesinos, descubro que el “Retrato” con el que se inician sus páginas es más
gracioso que grandioso; que las mejores composiciones son, en mi opinión,
aquellas en las que ensaya sonoridades juguetonas, quebradizas y zigzagueantes
(como “La fiesta nacional”, cuya primera estrofa memoricé cuando era un niño,
tras encontrarla en un libro del colegio); y que los poemas breves, alígeros y
saltarines (“Yo, poeta decadente” o “Mi Phriné”) cautivan por su música
pizpireta. Me queda, eso sí, una duda: ¿construye Manuel sus poemas con esa
ironía displicente que parece empapar el tomo por mera pose… o porque no se vio
capaz de elevarse a mayores alturas?
No lo juzgo un libro sólido y perdurable, pero me ha gustado leerlo y conocer algunas de sus composiciones andalucistas, bohemias y agitanadas, siempre tan resultonas.

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