Hace
demasiado tiempo (ay) que no releo los versos de Fulgencio Martínez, así que
dedico la tarde del lunes a pasearme por las espléndidas páginas de El
cuerpo del día, que publicó Renacimiento en 2010 con prólogo de Luis
Alberto de Cuenca. Con el habitual virtuosismo, el escritor murciano desarrolla
su voz lírica y filosófica, que omite los adornos espurios y se ciñe a un
proceso comunicativo de admirable sequedad. Porque su poesía no es (nunca ha
sido) una pirotecnia de colores, ni tampoco una fanfarria de orquestina de
pueblo, llena de confetis y musiquitas pegadizas, sino todo lo contrario: un
esfuerzo, casi juanrramoniano, de pulcritud esquelética. Como el jardinero que
mira un bonsái y lo poda con escrúpulo de microbiólogo, nuestro poeta detiene
su mirada en las aristas de la frase, en los vértices de las palabras, en los
ritmos subterráneos, y ejecuta sobre ellos su labor paciente, implacable,
invisible. El resultado es un poemario donde nos sorprenden verbos inesperados
(“Quizá su presencia diga un brillo”), sustantivos de llamativa rareza (“Fijo
en el darién / donde comienza la tierra firme”), adjetivos para la sonrisa (“Es
azul como un pensamiento”) y, en fin, una música callada pero real, que
impregna las páginas de un libro destinado al silencio y la relectura.
Acudo a las páginas 16 y 17 (“Añoro las épocas en que la libertad / era una epidemia / y únicamente se la podía combatir / para destruirla; / no como ahora, ignorándola”). Acudo a la página 23 (“Nuestro arte tiene un deber moral: la esperanza”). Acudo a la página 26 (“Ignoran que ser hombre es construir / cada día una ventana en la niebla”). No será necesario que siga añadiéndoles citas: estoy convencido de que ahora son ustedes quienes desean acudir al libro.

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