Una
historia escrita por Jesús Zomeño siempre constituye, en mi opinión, un
acontecimiento literario. Así que imagínense lo que ha podido impresionarme el
volumen Tránsitos, que reúne cuatro novelas cortas que, según manifiesta
el autor en la nota inicial, “forman un viaje a las profundidades de la
condición humana” (p.10).
Sobre
la primera (Noche oscura del alma, que se rotuló originalmente Tránsito
al ser publicada en 2023, también en el sello Contrabando) ya di cuenta en mi
blog (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/05/transito.html), así
que me centraré con más detalle en las siguientes.
La
segunda se titula Extraños en un tren, y en ella descubrimos a un
policía que, para evitar ser asesinado por sus compañeros, huye en un tren.
Allí es abordado por un extraño personaje que dice ser un vampiro reconvertido
en tatuador (“Parece lo mismo, vampiro que tatuador, pero no son iguales. Somos
lo opuesto, hemos evolucionado. Uno clava los dientes y chupa la sangre, el
otro clava la aguja y mete dentro la tinta, inyecta sombras. Si un vampiro
pudiera reflejarse en un espejo vería enfrente a un tatuador. Antes fuimos
vampiros, ahora somos tatuadores, dibujamos debajo de la piel el sabor de la
sangre, cuando se oxida es negra”, p.118). Con su cháchara misteriosa, este
tatuador o vampiro comienza a embrujarlo mediante una serie de conversaciones
en apariencia inconexas: los abrigos de visón, los tatuajes, Evita Perón, la
sífilis, las norias… No les contaré el final, pero sí les advierto de la
condición hipnótica e inquietante del relato.
La
tercera lleva por título El paraíso perdido y comienza con la muerte de
Stoian Georgiev Antov. Dos amigos (Yavor Asenev y Rania Kasarova, comunistas
octogenarios que pertenecieron a los servicios secretos búlgaros) son
convocados por carta para que sufraguen una deuda que ha dejado pendiente y
ambos se suben al tren para dirigirse a Oreshec. Durante el trayecto se
desarrolla un largo diálogo (o dos monólogos complementarios) donde afloran
todos los recuerdos de una época de espionaje, delaciones, agentes dobles,
interrogatorios, control férreo del estado y falsedad. Aquel mundo terrible y
oscuro nos va siendo poco a poco desvelado a través de sus voces.
La
cuarta lleva como rótulo Mi nombre es Mary Shelley y en ella escuchamos
la voz de una tanatoesteticista (“En definitiva, trabajo para darles vida, como
Mary Shelley”, p.349) que se dirige hacia Bucarest para conocer personalmente a
su novio, tras una larga relación vía Internet. Se trata de un personaje
fascinante y verborreico que, opinando sobre mil cosas (los gatos, los niños,
el marxismo, los chicles, Hiroshima, los bizcochos de chocolate, los tacones,
Cleopatra, la lucha libre, los caramelos de rosas) nos va dibujando,
borgianamente, su propio yo, que se encuentra atravesado por diversos traumas y
grietas íntimas.
Creador
de atmósferas especiales, inconfundibles y musculosas, Jesús Zomeño nos deja a
lo largo del volumen un caudal tan impresionante de reflexiones y de frases que
no da tregua a quienes acostumbramos a subrayar los libros. Déjenme que les
anote algunas: “El mundo sigue siendo el mismo, carece de importancia el nombre
de los que pretendían cambiarlo”. “Debes conseguir que los recuerdos no sean
una carga. Si destruyes el pasado vaciarás el subconsciente para que no empuje”.
“La nueva religión no se predica en el desierto sino en el ciberespacio”. “Soy
libre para no ser nadie”. “La misantropía forja el carácter y crea hombres
independientes, porque la solidaridad, lo de apoyarse unos en otros, fomenta el
miedo y la debilidad”. “Los niños no existen, desde que nacen son cadáveres en
busca del lugar que ocuparán en el mundo como adultos”. “La gente suele
centrarse en los traumas infantiles, pero yo tengo más imaginación y puedo
traumatizar mi vida entera”. “El mundo es redondo porque es inútil ir a ninguna
parte”.
Léanla, por lo que más quieran.

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