Vuelvo
a leer, como hice hace cuarenta y cinco años (más o menos) Las aventuras de
Tom Sawyer, de Mark Twain. Y vuelvo a disfrutar de los berrinches que la da
el simpático pilluelo a su tía Polly, de la forma en que se fuga las clases, de
sus peleas absurdas, de la forma en que come mermelada a escondidas, de la
astucia que despliega cuando le conviene (el episodio de la pintura de la
cerca), de la figura intrigante de Joe el Indio, de su encandilamiento por
Becky Thatcher o del cambalache que pacta con Huckleberry Finn (cambiándole su
diente caído por una garrapata en el cap.VI).
Supongo
que en su día disfruté estas páginas por lo que tenían de gamberras e
iconoclastas; y, aunque he perdido con el paso de las décadas ese espíritu,
todavía he sonreído con sus opiniones irreverentes (“Hubo una vez un coro de
iglesia que no era mal educado, pero se me ha olvidado dónde. Ya hace
muchísimos años y apenas puedo recordar nada sobre el caso, pero creo que debió
de ser en el extranjero”), con sus incorrecciones políticas (“No he conocido a
un negro que no mienta”) y con sus hipérboles admirativas (dice que Robin Hood
fue “la persona más noble que ha habido nunca. Podía a todos los hombres de
Inglaterra con una mano atada atrás; y cogía su arco de tejo y atravesaba una
moneda de diez centavos a milla y media de distancia”).
En ocasiones, volver a nuestras viejas novelas de infancia es bonito. Me alegro de haberlo hecho.

1 comentario:
Inolvidable!
Publicar un comentario