Godofredo
de la Concepción Alves (un próspero empresario de 37 años) sabe que su socio
Machado (que tiene 26) anda sumido en un misterioso jaleo de faldas, pero no
entiende que los devaneos eróticos del joven sean de su incumbencia.
Lamentablemente, cuando se dirige por sorpresa hacia su casa para celebrar con
su esposa Ludovina el aniversario de bodas, descubre a esta en los brazos del
desahogado galán. Y todo su mundo se viene abajo (“Deseó verdaderamente morir”,
anota Eça de Queirós en el capítulo III). Un dolor infinito lo desgarra y, tras
descubrir los mensajes apasionados que ella ha escrito para su amante, Alves
siente que llega al borde del acantilado (“Si una palabra bastase, una orden
dada bajito a su corazón para que se detuviese, diría esa palabra
tranquilamente”, III).
A
partir de ese instante, oscilando entre la ira y el absurdo, Alves concebirá
mil propósitos sin pies ni cabeza, que se contradicen unos a otros: matar al
ofensor, quitarse la vida, plantear un duelo, expulsar a la mujer de su casa
(circunstancia que su suegro aprovecha de forma mezquina para arrancarle una
sustanciosa pensión mensual), requerir el consejo de sus amigos más cercanos,
mantener el secreto del agravio… De tal forma que, en realidad, estamos siendo
invitados para que contemplemos, en respetuoso silencio, la desolación de un
hombre que, siendo feliz, es expulsado del paraíso, y que tiene que reconstruir
su vida, advirtiendo desde el principio “de un modo agudo y doloroso la
evidencia de su soledad” (cap.VIII).
Bondadosa y con un final feliz (o, al menos, resignado), esta novela de José María Eça de Queirós me ha deparado dos intensas tardes de lecturas. La recomiendo.

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