sábado, 31 de agosto de 2024

Los camaradas

 


Axel y Bertha conforman un matrimonio de pintores que mantienen una relación peculiar (“Nos hemos puesto de acuerdo como camaradas, sabes, ¡la amistad es más alta y más duradera que el amor!”, I), en un equilibrio que comenzará a tensarse cuando ambos compitan para ser admitidos en un célebre Salón de pintura. Esa competencia artística no parece hacerle demasiada gracia a Axel, porque se considera mejor artista que Bertha… y porque ella es mujer (“Es como si quisierais ocupar nuestro terreno, venir a merodear donde nosotros habíamos peleado mientras vosotras estabais sentadas junto al fuego”, I). Bertha, zalamera, declarando que no quiere ser mantenida por su esposo, lo convence para que hable en su beneficio ante los jurados (“Si no se es un poco intrigante no se llega a ningún sitio”, I). Lo que Axel no sabe es que su propia candidatura ha sido rechazada; aun así, Bertha sueña con la posibilidad de ser admitida, adoptando incluso un cierto tono de venganza de género (“En el salón no cabemos todos, y con tantas mujeres como rechazan la verdad es que no sé por qué motivo no va a sentir algún que otro hombre a qué sabe eso”, I). Y cuando se confirma el triunfo y observa la actitud resentida de su esposo dejará que el rencor aflore (“He tenido un éxito, pero si vivo atada a una persona que no se alegra de mi suerte, no sé cómo voy yo a sentir pena de su desgracia”, I). Él rechina los dientes (“Nos hemos vuelto enemigos ahora”, I), porque entiende que comienza una época de humillación, en la que le tocará “hacer el papel de león vencido, uncido al carro triunfal”, I).

Es fácil comprender por dónde van los tiros que August Strindberg nos propone en Los camaradas, la agria y tensa pieza teatral que traduce Jesús Pardo: no sólo en la envidia, la rivalidad o el vanidoso espíritu de los creadores, sino también (y sobre todo) en la ancestral incomprensión que implica a hombres y mujeres desde que el mundo es mundo, en ese territorio áspero en el cual los roles sociales están férreamente establecidos (“¡El poder no se puede compartir! O se obedece o se manda”, IV). Escéptico, visceral y polémico, el dramaturgo nos obliga a seguir pensando y repensando la condición humana.

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