lunes, 19 de agosto de 2024

Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar

 


Que una gaviota vuele por el firmamento con sus compañeras, buscando un lugar donde instalar e incubar sus huevos, no es suceso prodigioso. Que una gaviota, por culpa de un despiste, se vea impregnada por una ola de petróleo y comprenda que sus horas están contadas, tampoco es (por desgracia) suceso prodigioso. Pero que dicha ave consiga llegar hasta un balcón, aterrice allí de forma abrupta y convenza a un gato que vive en la casa para que cuide a su futuro polluelo y lo enseñe a volar, ya pertenece, gloriosamente, al ámbito de la maravilla. Ese es el juego narrativo que nos propone el chileno Luis Sepúlveda en el libro Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, que edita el sello Tusquets y está adornado con ilustraciones de Miles Hyman.

Cómo no sentir compasión por la pobre gaviota Kengah, víctima de los crímenes contaminadores del ser humano, que vive inmerso en la ceguera de convertir los mares en su basurero. Cómo no experimentar simpatía por el entrañable gato Zorbas, que se ha quedado solo en casa después de que sus dueños salgan para unas vacaciones que durarán un mes. Cómo no sonreír una y otra vez con las divertidas ocurrencias de los gatos Sabelotodo, Secretario y Colonello (o con las maldiciones rocambolescas de Barlovento, el gato marino). Cómo no sucumbir a la tentación de pensar que el Poeta que ayuda a los gatos (y que lee a Bernardo Atxaga) no es otro que el propio Sepúlveda.

Al final, enternecidos por la historia y embriagados por su tratamiento literario, llegamos a la página 136 y, cuando apenas faltan diez líneas para terminar el libro, escuchamos que “sólo vuela el que se atreve a hacerlo”. Volemos, pues.

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