Confesaré
desde el principio una inclinación personal que, quizá, resulte un poco
chirriante para algunas de las personas que me lean: a mí no me interesan casi
nada las reflexiones filosóficas de Antonio Machado. Lo adoro como poeta, desde
hace cuarenta años; pero jamás he sentido demasiada admiración por sus páginas
más “intelectuales”. Primero, porque mi preparación terminológica en el ámbito
de la filosofía es muy reducida; y segundo, porque de los autores a quienes
dedica sus más frecuentes aproximaciones (Hegel, Kant, Leibniz) tampoco atesoro
demasiados conocimientos. Se me indicará entonces que el problema está en mí, y
no en el poeta sevillano. Bien: concedido. Pero recuérdese que yo he dicho que
sus páginas filosóficas no me interesan, no que sean malas o
despreciables.
Partiendo de ese punto, añadiré que, en este volumen, amorosamente ordenado y anotado por Guillermo de Torre, he podido encontrarme con notables líneas, que he subrayado con admiración, y con documentos de primera importancia para entender al poeta de Campos de Castilla. Adentrarme en esta colección de textos juveniles y de madurez, dispersos por revistas o inéditos, ha sido como mirar en los cajones de su mesa de despacho, como acceder a sus carpetas menos famosas, como hojear y ojear algunos de sus borradores. Y me he enterado de su opinión sobre los proyectos literarios (“En arte no salva la intención; el arte es el reino de las realizaciones”); sobre el uso de determinados recursos literarios (“Los buenos poetas son parcos en el empleo de metáforas”) o moldes estróficos (“Todavía se encuentran algunos buenos sonetos en los poetas portugueses. En España son bellísimos los de Manuel Machado. Rubén Darío no hizo ninguno digno de mención”); sobre su desprecio por la cultura clasista (“Arriba, los hombres capaces de conocer el sánscrito y el cálculo infinitesimal; abajo, una turba de gañanes que adore al sabio como a un animal sagrado”); sobre los políticos que rigen la vida de un país (“Si el auriga sabe su oficio, sigamos con él y paguémosle puntualmente su salario. Si guía mal habrá que despedirlo. Porque dentro de su coche vamos todos”); sobre sus admirados Pío Baroja o Miguel de Unamuno (las cartas que intercambió con el vasco son de lectura memorable); sobre las obras de los autores rusos, que le parecen lo más prometedor del panorama europeo; e incluso algunas sentencias de su inefable Juan de Mairena (“De cada diez novedades que pretenden descubrirnos, nueve son tonterías. La décima y última, que no es una necedad, resulta a última hora que tampoco es nueva”). Si a esto le añadimos el texto entrañable, aunque sin terminar, que proyectó para ser pronunciado ante la Real Academia Española a la hora de ocupar su sillón, se advierte que muchas de las páginas de este tomo son realmente aprovechables.
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