Pocas
figuras podrán encontrarse en la historia del continente americano tan
polémicas, tan denostadas, tan glosadas, como la de Malinche, aquella joven
indígena que se convirtió en la traductora (y después en la amante) de Hernán
Cortés, que le auxilió a la hora de comunicarse con Moctezuma y que lo protegió
de la muerte revelándose la existencia de complots destinados a acabar con su
vida. La arpía, la traidora, la Gran Chingada. O quizá la joven deslumbrada por
la condición divina del hombre con barba que, subido en un caballo, parecía ser
un enviado (o la reencarnación) del dios Quetzalcóatl. ¿Y por qué no las dos
cosas, si aceptamos que los seres humanos somos poliédricos y estamos llenos de
luces, sombras, fervores y contradicciones? Laura Esquivel nos propone en esta
novela una interpretación muy hermosa de los pensamientos, las lágrimas, las
zozobras, las orfandades, los desgarros y las fidelidades de una mujer que,
desde la infancia, estuvo sometida al dolor y la soledad: su madre la abandonó
siendo una niña, porque deseaba disfrutar de su nueva pareja; la crio su abuela
Citli, que era invidente; nunca pudo mantener contacto con su hermano… Descubrir
a Cortés supuso para Malinalli (era su verdadero nombre) la posibilidad de un
cambio de vida, porque creyó entender que los españoles eran enviados del dios
Quetzalcóatl (“Sólo si ellos venían a instaurar de nuevo la época de gloria de
sus antepasados, era que Malinalli tenía salvación. Si no, seguiría siendo una
simple esclava a disposición de sus dueños y señores. El fin del horror debía
de estar cerca. Así quería creerlo”, p.27). Así que se esforzó para aprender su
idioma y, adornada con ese atributo, convertirse en la “lengua” de Hernán
Cortés, en la bisagra que podía unir dos culturas.
Comienza
así un choque, bellamente descrito por Laura Esquivel, entre formas muy
distintas de entender la religión, la vida, la naturaleza y al ser humano: de
un lado, el lirismo complacido de Moctezuma o Malinalli, que aspiran a entender
la luz, los aromas, los sonidos y las fuerzas del mundo telúrico; del otro, el
pragmatismo reseco de Cortés y el resto de españoles, que solamente ansían descubrir
tesoros y riquezas. Esa confrontación se observa en todos los detalles de la relación
entre las dos figuras protagonistas de la obra. Por ejemplo, el conquistador
utiliza a Malinalli como intérprete por motivos políticos; pero ella lo percibe
de otro modo y lo expresa así: “Ser ‘la lengua’ implicaba un gran compromiso
espiritual, era poner todo su ser al servicio de los dioses para que su lengua
fuera parte del aparato sonoro de la divinidad, para que su voz esparciera por
el cosmos el sentido mismo de la existencia” (p.71). Poco a poco, ella va
reflexionando sobre el poder que le otorga ser la traductora oficial del
enviado de Quetzalcóatl, y lo ilustra (no me resisto a copiarla) con una
hermosa metáfora sobre lo masculino y lo femenino: “La boca, como principio
femenino, como espacio vacío, como cavidad, era el mejor lugar para que las
palabras se generaran y la lengua, principio masculino, puntiaguda, afilada,
fálica, era la indicada para introducir la palabra creada, ese universo de
información, en otras mentes, para que ahí fecundara” (p.72).
Al
final, después de acercamientos y separaciones, la mujer es repudiada por el
brusco Hernán Cortés, que la entrega a su lugarteniente Jaramillo, sin saber
que les está regalando a ambos la mayor de las felicidades.
Con
este tipo de figuras, a mitad de camino entre lo real y lo legendario, se
tiende siempre a los extremos: estigmatizar o endulzar (es decir, recurrir al
color negro o al color blanco). Laura Esquivel, inteligentemente, soslaya ambas
tentaciones y trata de entender a Malinalli, de ponerse bajo su piel y
sumergirse en su pensamiento, para que los lectores podamos acompañarla en el
viaje y avanzar por los senderos mentales de la lengua de Cortés, que quizá no
fue totalmente traidora ni totalmente heroína, sino una simple mujer intentando
adaptarse a un mundo nuevo, en el que debía sobrevivir.
Si ahora le suman las docenas de frases bellas que adornan la obra (“La saliva es agua sagrada que el corazón crea. La saliva no debe gastarse en palabras inútiles” (p.25); “La paciencia era la ciencia del silencio” (p.178); etc.), comprenderán que haya salido encantado de esta lectura, que les aconsejo.
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