domingo, 11 de agosto de 2024

Malinche

 


Pocas figuras podrán encontrarse en la historia del continente americano tan polémicas, tan denostadas, tan glosadas, como la de Malinche, aquella joven indígena que se convirtió en la traductora (y después en la amante) de Hernán Cortés, que le auxilió a la hora de comunicarse con Moctezuma y que lo protegió de la muerte revelándose la existencia de complots destinados a acabar con su vida. La arpía, la traidora, la Gran Chingada. O quizá la joven deslumbrada por la condición divina del hombre con barba que, subido en un caballo, parecía ser un enviado (o la reencarnación) del dios Quetzalcóatl. ¿Y por qué no las dos cosas, si aceptamos que los seres humanos somos poliédricos y estamos llenos de luces, sombras, fervores y contradicciones? Laura Esquivel nos propone en esta novela una interpretación muy hermosa de los pensamientos, las lágrimas, las zozobras, las orfandades, los desgarros y las fidelidades de una mujer que, desde la infancia, estuvo sometida al dolor y la soledad: su madre la abandonó siendo una niña, porque deseaba disfrutar de su nueva pareja; la crio su abuela Citli, que era invidente; nunca pudo mantener contacto con su hermano… Descubrir a Cortés supuso para Malinalli (era su verdadero nombre) la posibilidad de un cambio de vida, porque creyó entender que los españoles eran enviados del dios Quetzalcóatl (“Sólo si ellos venían a instaurar de nuevo la época de gloria de sus antepasados, era que Malinalli tenía salvación. Si no, seguiría siendo una simple esclava a disposición de sus dueños y señores. El fin del horror debía de estar cerca. Así quería creerlo”, p.27). Así que se esforzó para aprender su idioma y, adornada con ese atributo, convertirse en la “lengua” de Hernán Cortés, en la bisagra que podía unir dos culturas.

Comienza así un choque, bellamente descrito por Laura Esquivel, entre formas muy distintas de entender la religión, la vida, la naturaleza y al ser humano: de un lado, el lirismo complacido de Moctezuma o Malinalli, que aspiran a entender la luz, los aromas, los sonidos y las fuerzas del mundo telúrico; del otro, el pragmatismo reseco de Cortés y el resto de españoles, que solamente ansían descubrir tesoros y riquezas. Esa confrontación se observa en todos los detalles de la relación entre las dos figuras protagonistas de la obra. Por ejemplo, el conquistador utiliza a Malinalli como intérprete por motivos políticos; pero ella lo percibe de otro modo y lo expresa así: “Ser ‘la lengua’ implicaba un gran compromiso espiritual, era poner todo su ser al servicio de los dioses para que su lengua fuera parte del aparato sonoro de la divinidad, para que su voz esparciera por el cosmos el sentido mismo de la existencia” (p.71). Poco a poco, ella va reflexionando sobre el poder que le otorga ser la traductora oficial del enviado de Quetzalcóatl, y lo ilustra (no me resisto a copiarla) con una hermosa metáfora sobre lo masculino y lo femenino: “La boca, como principio femenino, como espacio vacío, como cavidad, era el mejor lugar para que las palabras se generaran y la lengua, principio masculino, puntiaguda, afilada, fálica, era la indicada para introducir la palabra creada, ese universo de información, en otras mentes, para que ahí fecundara” (p.72).

Al final, después de acercamientos y separaciones, la mujer es repudiada por el brusco Hernán Cortés, que la entrega a su lugarteniente Jaramillo, sin saber que les está regalando a ambos la mayor de las felicidades.

Con este tipo de figuras, a mitad de camino entre lo real y lo legendario, se tiende siempre a los extremos: estigmatizar o endulzar (es decir, recurrir al color negro o al color blanco). Laura Esquivel, inteligentemente, soslaya ambas tentaciones y trata de entender a Malinalli, de ponerse bajo su piel y sumergirse en su pensamiento, para que los lectores podamos acompañarla en el viaje y avanzar por los senderos mentales de la lengua de Cortés, que quizá no fue totalmente traidora ni totalmente heroína, sino una simple mujer intentando adaptarse a un mundo nuevo, en el que debía sobrevivir.

Si ahora le suman las docenas de frases bellas que adornan la obra (“La saliva es agua sagrada que el corazón crea. La saliva no debe gastarse en palabras inútiles” (p.25); “La paciencia era la ciencia del silencio” (p.178); etc.), comprenderán que haya salido encantado de esta lectura, que les aconsejo.

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