“Si
Byron fue atractivo, ocurrente, radical, brillante conversador y, también, un
brillante poeta, no es menos cierto que también fue cruel, mezquino, amoral,
colérico y orgulloso” (p.15). De esa forma tan contundente comienza la
biografía sobre Lord Byron que escribe Derek Parker y que leo en la traducción
de Rosario León Cuyas, con prólogo de Pere Gimferrer (Salvat, 1985).
Y
son numerosas las anécdotas a las que tengo acceso en sus páginas: la continua
obsesión que Byron manifestaba por la deformación de su pie izquierdo; el gesto
que tuvo en el Trinity College (Cambridge) cuando, “contrariado por un estatuto
que le prohibía tener un perro en sus habitaciones, compró un oso amaestrado y
lo metió en el colegio” (pp.34-37); el éxito fulgurante y ecuménico que alcanzó
entre las damas de su época, que le escribían, le insinuaban citas secretas e
incluso se disfrazaban de varón para acercarse a él; los numerosos rumores que
lo relacionaban sexualmente con su hermanastra Augusta; su matrimonio más bien
artificial e insatisfactorio con Annabella Milbanke; su afición inmoderada a la
natación (llegó a cruzar desde el Lido hasta la entrada del Gran Canal de
Venecia, permaneciendo más de cuatro horas en el agua); su vinculación con los
grupos revolucionarios carbonarios; sus continuas y aparatosas excentricidades
(se dice que “cierta vez, al salir de una fiesta, se lanzó al canal completamente
vestido y se marchó a su palacio nadando sólo con un brazo; con el otro
sostenía una linterna, para advertir a los gondoleros de su presencia”, p.120);
que en 1822 se sometió a una rigurosa dieta de galletas y agua carbónica para
reducir el peso que había ido adquiriendo en los últimos tiempos; que jamás
mostró afecto por los niños (“Los odio tanto que siempre he sentido el mayor
respeto por Herodes”, p.152); su fervoroso apoyo a las luchas por la
independencia de Grecia (diseñó el casco con el que participaría en el combate),
pese a que la mayoría de los grupos insurgentes lo único que hacían era
solicitarle dinero; su muerte, provocada por las excesivas sangrías que sus
médicos insistieron torpemente en aplicarle; o el modo inflexible en que sus
amigos Hobhouse y Murray quemaron, para proteger su buen nombre en la
posteridad, el manuscrito donde Byron había consignado sus memorias.
Además, el volumen está enriquecido con un impresionante aparato iconográfico, compuesto por más de ciento cincuenta imágenes de la época (retratos, paisajes, cubiertas de libros, etc), que me ha resultado muy grato contemplar. Un trabajo notable.
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