Me
van a permitir que los invite a un viaje. Es un viaje agradable y cómodo, no se
preocupen. Súbanse conmigo a este tren moderno, calmado y silencioso, por cuyas
ventanillas van a contemplar todo tipo de historias y de paisajes. A nuestro
lado (¿se han dado cuenta?) pasa un autobús. En él viaja Leo, una profesora
universitaria que vuelve al pueblo de su infancia y que no deja de recordar
detalles de su niñez y de su familia. Es melancólico, sí, pero el panorama
cambia cuando giramos el cuello y miramos por las ventanillas del otro lado: a
lo lejos, una mujer de unos sesenta años está colocando su toalla en la arena
de la playa y se dispone a tomar el sol, o quizá a bañarse: el socorrista, que
acaba de llegar, está hablando con ella. Para distraernos, podemos también
contemplar al hombre que, con aspecto atribulado, se sienta dos filas más allá:
se le nota que está triste y, tras escuchar de forma involuntaria una
conversación telefónica suya, descubrimos que el motivo radica en que ha muerto
su amigo Iván, que quizá fue mucho más que un amigo, por la congoja que
impregna su voz. Discretos, bajamos la vista hacia el periódico que tenemos en
el regazo (no queremos que nos juzguen unas personas indiscretas) y ojeamos la
noticia de portada: un hombre ha asesinado a su esposa de varias puñaladas,
guiado por los celos o a saber por qué inadmisibles razones. La policía
(explica el periodista) lo ha detenido mientras dormitaba en un banco público,
mojado por la lluvia.
En
la siguiente hora, si aguzamos el oído, escucharemos cómo todos los viajeros y
viajeras van hablando (con su acompañante o por el móvil) sobre la gata que se
les ha muerto; sobre el chico que, justo al apagarse el estruendo del último
cohete de las fiestas, ha decidido poner fin a su vida ahorcándose; sobre
sueños llenos de arañas; o sobre calles que nunca aparecerán en una película de
Woody Allen. Y si al final nos acercamos hasta el vagón restaurante nos
servirán una sopa caliente, para confortar nuestro estómago después de lo que
acabamos de ver un par de horas antes.
Este magnífico tren, doloroso y bello, circula (y nos invita a subir) gracias a los buenos oficios de un maquinista que se llama, no lo olviden en el futuro, Ovidio Parades. Acepten la invitación, es mi consejo.
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