Propendo (aunque lo disfrace, casi siempre, con la suficiente eficacia
como para que pocas personas se den cuenta) a la melancolía: recuerdo
constantemente calles de infancia, casas que ya deshabito, rostros que los
relojes han desintegrado, purezas y felicidades que caducaron, amigos a quienes
la muerte o la vida excluyó, esperanzas que se perdieron en el océano… Así que
un libro como Teatro fantasma, de
Ismael Orcero, tenía que llamarme la atención. Lo infrecuente, lo inesperado es
que, además de llamármela, la ha retenido. Es el gran prodigio, que sólo
algunas obras alcanzan y que las convierte en volúmenes que uno no entierra en
la estantería tras leerlas para que el polvo las adorne o macere, sino que las
deja descansar, pues sabe –sé– que
habrán de salir para la relectura.
Teatro
fantasma me ha conmovido. Se me ha adherido a los dedos y al corazón,
como lo hacen los libros auténticos, hondos, intemporales. Nos habla de
cafeteras que sugieren o dibujan a su alrededor cocinas de infancia; de plumas
estilográficas que evocan al padre (al capítulo “El cetro del rey” habría que
ponerle un marco de oro); de bebés esperados y perdidos; de vecinos que son o
fueron, nietzscheanamente; de crisis económicas que fueron guerras sin bombas;
de pisos alquilados con ventanas mágicas; de terrazas para soñar horizontes;
del amor indestructible por su esposa Diana; de martes horrendos, con
madrugones y horas interminables de trabajo; de bufandas rojas invernales que
tienen una explicación infantil; y, en fin, de todos los paisajes y seres que
los demás tenemos a nuestro alrededor, sin que advirtamos su condición
metafórica (sean visitas al mercado, compañeros de trabajo, comercios con dos
puertas o viejos álbumes de fotografías).
Es un libro que no solamente está lleno de silencios, sino que
te deja en silencio cuando acabas. Un silencio retumbante, humilde, solemne. Un
silencio lleno de verdades, dolores, añoranzas, sonrisas y fracasos. Un
silencio (en verdad lo creo) de Gran Literatura, que Javier Tortosa y Álvaro
Bellido subrayan en prólogo y epílogo con atinados términos.
Hasta ahora, yo había leído con agrado a Ismael Orcero; y me parecía (así lo he anotado en entradas anteriores de este Librario Íntimo) un narrador estimable. En Teatro fantasma he encontrado algo más, mucho más: un escritor. Es difícil explicarlo. He encontrado mirada, serenidad, desgarro, construcción impoluta de sus recuerdos, la forma en que selecciona y enhebra las diferentes imágenes de cada historia y, guinda del pastel, la increíble cadencia de su prosa. El pan, no me cabe duda, está hecho. Y huele a la tahona de Artisan Bakers (o a la de mi abuelo José, El Hornero). No duden en abrir su puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario