Cada
pocas páginas, mientras leía la novela Deuda de sangre, he experimentado
el impulso de cerrar el libro y mirar con más detalle el nombre del autor,
porque estaba convencido de que, por un despiste inaudito, estaba leyendo en
realidad una narración escrita por Juan Rulfo, y no por Ismael Orcero Marín.
Tanta es la sugestión que la obra ha provocado en mi ánimo. Lento, implacable,
ferruginoso, con una prosa asfixiante llena de calor y sequedad, el cartagenero
ha ido creando con inusual solidez una atmósfera opresiva a la altura del
maestro mexicano (o del mozambiqueño Mia Couto), vertebrada alrededor de una
búsqueda, una persecución y una venganza: después del asesinato inicuo de una
niña, su padre (Andrés) y su hermano (Juan) se ponen en marcha para localizar
al causante del crimen, un ser diabólico (de oscuros orígenes y raigambre
brujeril), al que desean ejecutar. Arácnido y extremadamente habilidoso, el
autor nos va enfrentando a gitanos malencarados, médicos trémulos y amigos
traidores, que componen al final una espesa orgía de sol, sangre, matojos,
perros famélicos, conjuros y ritos ancestrales, seres deformes, tierras baldías
y abominación, que atosiga e impresiona. No hay tregua en estas páginas. No hay
zona de sombra en la que resguardarse. No hay sosiego. Desde que comienzas
hasta que termines, la sed de los protagonistas es tu sed, su miedo es tu
miedo, su angustia es la tuya. Jamás se te permite bajar la guardia, porque
cuando lo haces descubres que se produce un navajazo, o que los buitres vuelan
en círculos a tu alrededor, o que el brillo de una mirada esconde fulgores
tenebrosos en los que anida la amenaza.
Este
libro hay que leérselo varias veces, con una pausa de meses entre una y otra,
porque contiene una profundidad de ambientes y personajes que no resulta
posible agotar en una sola aproximación. Este verano (en mi caso), volverá a
pasar por mis ojos, lo tengo muy claro.
No comentan la torpeza de ignorarla. Es un consejo de amigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario