Seguramente
conocen ustedes la segunda parte de la fórmula “No hay peor ciego que…”, así
que me ahorraré la impertinencia de recordársela. Lo que no me ahorraré será
trasladarles el consejo (esto sí que sí) de que busquen la novela que, con
motivo de esa fórmula, escribió Raúl Jiménez y que fue galardonada con el
premio Sloper en 2019.
Déjenme
que les sitúe un poco en sus páginas de arranque, aunque les aseguro que no les
voy a desvelar nada trascendente… Imaginen que nos encontramos en una zona
suburbial, junto a una cementera, donde todo son terraplenes, pobreza, niños
que se saludan a pedradas y silencios rencorosos. Ahora reduzcamos el plano y
entremos en una de las casas: allí viven cuatro chiquillos con su madre. El
padre los abandonó hace tiempo y ella, derrumbada por su afición al alcohol y
el sexo, protagoniza unos espectáculos bochornosos (quitarse ropa en público,
por ejemplo), que la han convertido en foco de críticas o burlas. Un día, a
causa de una broma chulesca de los zagales, se desencadena un conjunto de
acontecimientos que termina alejando del pueblo a los dos mayores (Luis y el
narrador de la historia), quienes han tomado la decisión de dirigirse hacia
Almería para probar suerte en el mundo del cine, en alguna de aquellas
películas del oeste que se rodaban allí. A partir de entonces, sus destinos
trazarán el dibujo de una trenza: a veces, se anudan; a veces, divergen. Luis
se convertirá en un perdedor canónico (drogas, mendicidad, alcohol, mentiras
continuas), mientras que para su hermano todo adoptará otros colores (trabajo
en un hotel, una pareja sorprendente, dinero).
Pero
entonces surge la magia narrativa de Raúl Jiménez y, a base de pinceladas
dispersas (que se intensifican en los capítulos finales), entrevemos otra
posible interpretación para la novela, mucho menos complaciente, mucho más
amarga. ¿Quién es, realmente, el peor ciego? ¿Quien se resigna o quien se
miente? ¿Quien baja la cabeza o quien la alza con embustes consoladores? Les
aseguro que van a sentir un nudo en el estómago cuando caminen por esas páginas
finales.
Que sí, oigan, que este fabulador sabe lo que se hace y que despliega en El peor ciego un excelente muestrario de sus virtudes como novelista. Y que no se la pierdan.
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