Qué
gusto me ha dado volver a un libro de Agatha Christie. No sé si alguna vez he llegado
a contar en este blog que me inicié en el mundo de la novela con esta autora, a
la que leí con fruición y con deslumbramiento entre los 12 y los 16 años (más o
menos). El reto consistía siempre en adentrarme en una propuesta suya, tratar
de seguir el hilo de la historia, acompañar al detective en sus pesquisas y, si
ello fuera posible, adelantarme y descubrir al culpable antes que él. Huelga
decir que, humillantemente, nunca lo logré. No porque Agatha Christie hiciese
trampas (se jactaba con razón de no hacerlas), sino porque mi pasión por la
lectura me impulsaba para que fuese demasiado deprisa y, así, obviaba detalles
que luego se revelaban cruciales para esclarecer el final de la narración. Mea
culpa. (O quizá no tanto: quizá la culpable fue en realidad la autora inglesa,
que con su magnetismo narrativo me hacía despistarme).
En
Muerte en las nubes (que leo en la traducción de Alfonso Nadal) viajamos
en un avión muy curioso, porque reúne a una serie de personas harto
variopintas: dos arqueólogos, una peluquera que ha ganado un premio y lo
disfruta viajando, una prestamista, un dentista, dos camareros y, por supuesto,
el inefable Hércules Poirot, quien se ve implicado en un nuevo asunto policial
cuando la prestamista madame Giselle (cuyo nombre auténtico era Marie Morisot)
encuentra la muerte por el presunto picotazo de una avispa que se había colado
de forma extraña en la cabina. Como es habitual, el observador detective belga
descubre en el suelo un detalle que desmiente esa explicación: un pequeño dardo
untado en veneno, al que pronto acompañará una cerbatana, escondida bajo un
asiento. ¿Cómo es posible que alguien haya disparado un dardo sin que los demás
viajeros adviertan la maniobra? ¿Y quién ha podido ser?
Lentamente,
irán brotando los mil pormenores de una trama endiabladamente compleja, con
personalidades fingidas, falsos testimonios, acentos reveladores, cartas
escondidas, disfraces y, en fin, toda la parafernalia de la que siempre hizo
gala la socarrona, eficaz y convincente Agatha Christie.
Una jornada de nostalgia y literatura.
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