sábado, 30 de noviembre de 2024

Estudio en escarlata

 


Es curioso que, habiendo sido un fervoroso lector de Agatha Christie durante mi adolescencia, no se me ocurriera nunca tantear en aquellos años las novelas de Sherlock Holmes para comprobar si también me gustaban. Ahora me sorprendo de aquella actitud, aunque, a decir verdad, tampoco le puse remedio al llegar a la madurez. Así que, amparándome en esa sentencia que pregona que más vale tarde que nunca, me acabo de sumergir en mi primera narración de Arthur Conan Doyle. Y sí, es estupenda. Me refiero a Estudio en escarlata, que he disfrutado en la preciosa edición de Debolsillo (traducción de Esther Tusquets).

Como es lógico, conocía ya perfectamente los mecanismos (tan detallados como, en ocasiones, cogidos por los pelos) que son frecuentes en este tipo de narraciones detectivescas, pero el novelista irlandés sabe sin duda organizar sus materiales para que el relato, al margen de sus rocambolescas ocurrencias, resulte también seductor desde el punto de vista literario: la forma en que traza a sus personajes, la elegancia con la que equilibra su prosa, el eficaz modo de jugar con los tiempos (el salto de la primera parte a la segunda resulta tan sorprendente como magnético: te obligas a descubrir la conexión entre los dos bloques, antes de que te lo explique). Dice el doctor Watson que Sherlock Holmes “ha aproximado tanto la investigación detectivesca a una ciencia exacta como nadie podrá hacerlo en el futuro”. Es muy probable. Pero no menos interesante resulta la respuesta del detective violinista: “En la madeja incolora de la vida encontramos la hebra escarlata del asesinato, y nuestro deber consiste en desenredarla, separarla de las restantes y sacar a la luz hasta el menor de sus detalles”.

Esta historia donde se mezclan la venganza, el rencor, la infamia, el amor y el enigma me ha convencido. Así que pronto volveré a otra entrega de Sherlock. El joven Rubén me mira con vergüenza y acaso con gratitud. Yo lo miro con ternura.

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