Rubén
siempre es Rubén. Y la fórmula, que podría ser entendida como una crítica
negativa (aludiendo a su carácter repetitivo o previsible), la emito como elogio,
porque sus versos siempre me han parecido muy notables: es uno de los raros
ejemplos de escritor que funda un territorio especial, y que fija sus leyes, y
que abrillanta en cada nueva entrega unos metales ya de por sí refulgentes. En Poema
del otoño ocurre igual: nos encontramos con una presencia continua de
nombres y referencias clásicas (el nicaragüense era un enamorado del mundo
grecolatino, pero también de otras culturas antiguas, cuyos reyes o dioses le
suministran un espléndido arsenal de erudiciones); nos encontramos con
invitaciones vitalistas para que gocemos los placeres mundanos (aunque, en este
libro, también afirme anhelar la vida recoleta, disciplinada y asexuada de los
monjes, en el poema “La Cartuja”); y nos encontramos con algunas composiciones
notablemente famosas de su producción, como “Los motivos del lobo” (donde analiza
las maldades que la especie humana acumula, que la convierten en la más turbia
de las alimañas), “Margarita, está linda la mar”, “El clavicordio de la abuela”
o “La rosa niña” (que nos entrega una fábula religiosa muy delicada y, por
momentos, conmovedora).
Pero
donde realmente atruena y asombra la musculación lírica de Rubén es en los
aspectos verbales. Nada resulta anodino en sus versos, porque de todo se sirve
para fraguar sonoridades únicas: unos encabalgamientos constantes que, en otras
manos, derrumbarían el ritmo del poema y que, en su caso, lo aquilatan (“Gozar
de la carne, ese bien / que hoy nos hechiza, / y después se tornará en / polvo
y ceniza”); unas rimas intrépidas, que jamás se conforman con la facilidad y
que se adentran por caminos inexplorados (roe-Cloe, voz-Booz, van-Kayyam); o
incluso aventuras estróficas arriesgadísimas, que resuelve con magistral aplomo
(en el poema “Santa Elena de Montenegro” tiene la osadía de reunir veinticinco
tercetos monorrimos sin que le tiemble el pulso).
Evidentemente, sus libros hay que leerlos de forma espaciada, porque se corre el peligro de “verlo todo igual” a partir de la página diez. Pero creo haber encontrado la solución idónea para soslayar ese problema: acercarme cada seis meses a uno de sus trabajos.
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