Siempre
me han gustado los volúmenes donde se recoge la correspondencia de un autor al
que admiro, porque me produce la sensación de estar junto a él en su despacho, mientras
confiesa intimidades, emite lamentos, desvela sus fobias y filias sin tapujos,
reconoce admiraciones o se deja llevar por la vanidad, el odio o el amor. Es
decir, me permite sentirme cerca de la persona que permanece oculta tras el
personaje. Casi siempre (por qué decir otra cosa), ese descubrimiento actúa
como decepción, pues me revela miserias o destapa fisuras evidentes en quien yo
consideraba inmaculado; pero eso nunca me preocupó: humaniza al escritor, lo
que (paradójicamente) me permite admirarlo de una forma más rigurosa. En el
caso de hoy, además, se trata de la correspondencia cruzada entre dos monstruos
a los que admiro de forma absoluta, en posición de firmes, con las manos rojas
de aplaudir: Miguel Delibes y Francisco Umbral. El volumen ha recibido el
título de La amistad de dos gigantes, ha sido prologado por Santos Sanz
Villanueva y recoge las cartas, tarjetas y telegramas que se enviaron entre
1960 y 2007.
Delibes,
en su etapa como hombre fuerte del periódico El Norte de Castilla, quiso contar
con la presencia de algunos jóvenes escritores que comenzaban a llenar sus
primeras páginas; y tuvo el acierto de seleccionar a Umbral entre ellos. Desde
entonces, la relación de literatura y amistad entre ellos fue constante, como
bien se puede observar en este libro. El “hermano mayor” (Miguel) siente el
orgullo y la felicidad de ver cómo el “hermano menor” (Paco) consolida su
escritura y va obteniendo premios, cosechando triunfos y recibiendo homenajes.
Ambos se leen y se comentan sus obras; ambos se aplauden y, también, anotan
discrepancias (la sinceridad también es un modo de admiración, cuando es sana y
la rigen las buenas intenciones); ambos se citan, se elogian, se apoyan; ambos
se cuentan sus pejigueras de enfermos; ambos se admiran y se respetan.
Como
es normal, quien lee estas páginas también se encuentra con ciertas aristas
menos amables, sobre todo por parte de Umbral: quejas por no recibir premios,
lamentos porque “a mí no me han hecho justicia en España” (p.413), irritaciones
porque un editor lleva unos meses sin contestarle al envío de una novela, etc.
Pero insisto en que esas vanidades o esos pataleos megalómanos no emborronan su
papel principalísimo e indiscutible en las letras españolas, y mucho menos las
obras, sino que actúan como envés de las mismas, permitiéndonos comprender que
están compuestas por seres humanos: es decir, por seres a quienes afectan todo
tipo de emociones, desde las sublimes hasta las mezquinas.
Una experiencia lectora magnífica y muy recomendable.
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