lunes, 22 de agosto de 2022

Los años del miedo

 


Desde un punto de vista racional, yo no viví el franquismo, porque cuando el longevo dictador murió yo no había cumplido aún los diez años. Eso me permitió, como es lógico, no enterarme de nada de cuanto estaba pasando a mi alrededor durante aquel tiempo. Pero siempre me ha gustado leer ensayos, novelas e incluso memorias sobre la posguerra: fue el mundo en que vivieron mis padres y, como es lógico, me producía curiosidad. Había escuchado, eso sí, referencias al hambre y al clima enrarecido; y recuerdo palabras (“significarse”) que se seguían usando con temor reverencial. Mi abuela Esperanza contaba larguísimos viajes a pie para conseguir comida, el sabor infame que tenían las cortezas de habas o de patatas y el anecdotario de gentes a las que raparon, represaliaron o señalaron durante un tiempo infinito por sus ideas políticas. Tengo además un recuerdo personal muy nítido (nebulosamente perdido en la infancia, pero nítido) del cura de Blanca sentado en el salón de mi casa, merendando con mis padres y opinando sobre el nombre que se debía poner a uno de mis hermanos, a punto de venir al mundo. Yo no entendía por qué un hombre vestido de negro y con falda era consultado para algo que, en puridad, no le concernía.

Leo ahora Los años del miedo, de Juan Eslava Galán, y descubro o recupero aquel tiempo de cines cerrados en Semana Santa, bailes regionales organizados por la Sección Femenina, silencios gelatinosos, venganzas sañudas, altanería chulesca de los vencedores, la iglesia católica extendiendo su control a todos los ámbitos de la vida (literatura, televisión, teatro, arte, educación, sexo), monterías para lucimiento del dictador y, por supuesto, el elenco de personajes que siguen poniendo rostro a aquellos años: Perico Chicote como dios etílico, el rastrero Juan de Borbón y sus mil estrategias ansiosas (soberbia, adulación, alianzas con todo tipo de ideologías) para instalarse en el trono, el lánguido Manolete y su amor por Lupe Sino, el general Pétain devolviendo la Dama de Elche a Franco, el general Fleming convertido en héroe de los prostíbulos (su penicilina solventaba el horror de las enfermedades venéreas), la gira triunfal de Eva Perón por nuestro país (con la compañía rechinantemente envidiosa de la esmirriada Carmen Polo a su lado, luciendo menos que un pegote de barro junto al Taj Majal), Miguel de Molina y los insultos neandertales con los que era apedreado por jóvenes falangistas…

Conocía buena parte de estas realidades y anécdotas (no todas, claro está), pero descubrirlas ahora todas juntas, ordenadas cronológicamente, glosadas con rigor (el aparato bibliográfico del final del libro es amplio) y explicadas en su contexto histórico ha provocado en mí una enorme tristeza, un silencio compasivo: este fue el mundo que vivieron los españoles (y las españolas, aquí sí que es necesario añadir el femenino, porque sufrieron una dosis extra de represión) durante lo que un poeta llamó la “larga noche de piedra” del franquismo. Un mundo en el que se reglamentaba cuál era la ideología política obligatoria, la religión obligatoria, la moral obligatoria, la sexualidad obligatoria; un mundo donde se te decía quién era el bueno y quién era el malo, sin que pudieses discrepar o matizar; un mundo de obediencias, miradas sumisas, lágrimas impotentes, hijos hambrientos, piojo verde, mezquindad, vivafranco, arribaespaña y brillantina.

Cuánta pena. Cuánto asco. Cuánta vida destrozada.

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