Desde
un punto de vista racional, yo no viví el franquismo, porque cuando el longevo
dictador murió yo no había cumplido aún los diez años. Eso me permitió, como es
lógico, no enterarme de nada de cuanto estaba pasando a mi alrededor durante
aquel tiempo. Pero siempre me ha gustado leer ensayos, novelas e incluso
memorias sobre la posguerra: fue el mundo en que vivieron mis padres y, como es
lógico, me producía curiosidad. Había escuchado, eso sí, referencias al hambre
y al clima enrarecido; y recuerdo palabras (“significarse”) que se seguían
usando con temor reverencial. Mi abuela Esperanza contaba larguísimos viajes a
pie para conseguir comida, el sabor infame que tenían las cortezas de habas o
de patatas y el anecdotario de gentes a las que raparon, represaliaron o
señalaron durante un tiempo infinito por sus ideas políticas. Tengo además un
recuerdo personal muy nítido (nebulosamente perdido en la infancia, pero
nítido) del cura de Blanca sentado en el salón de mi casa, merendando con mis
padres y opinando sobre el nombre que se debía poner a uno de mis hermanos, a
punto de venir al mundo. Yo no entendía por qué un hombre vestido de negro y
con falda era consultado para algo que, en puridad, no le concernía.
Leo
ahora Los años del miedo, de Juan Eslava Galán, y descubro o recupero
aquel tiempo de cines cerrados en Semana Santa, bailes regionales organizados
por la Sección Femenina, silencios gelatinosos, venganzas sañudas, altanería
chulesca de los vencedores, la iglesia católica extendiendo su control a todos
los ámbitos de la vida (literatura, televisión, teatro, arte, educación, sexo),
monterías para lucimiento del dictador y, por supuesto, el elenco de personajes
que siguen poniendo rostro a aquellos años: Perico Chicote como dios etílico,
el rastrero Juan de Borbón y sus mil estrategias ansiosas (soberbia, adulación,
alianzas con todo tipo de ideologías) para instalarse en el trono, el lánguido
Manolete y su amor por Lupe Sino, el general Pétain devolviendo la Dama de
Elche a Franco, el general Fleming convertido en héroe de los prostíbulos (su
penicilina solventaba el horror de las enfermedades venéreas), la gira triunfal
de Eva Perón por nuestro país (con la compañía rechinantemente envidiosa de la
esmirriada Carmen Polo a su lado, luciendo menos que un pegote de barro junto
al Taj Majal), Miguel de Molina y los insultos neandertales con los que era
apedreado por jóvenes falangistas…
Conocía
buena parte de estas realidades y anécdotas (no todas, claro está), pero
descubrirlas ahora todas juntas, ordenadas cronológicamente, glosadas con rigor
(el aparato bibliográfico del final del libro es amplio) y explicadas en su
contexto histórico ha provocado en mí una enorme tristeza, un silencio
compasivo: este fue el mundo que vivieron los españoles (y las españolas, aquí
sí que es necesario añadir el femenino, porque sufrieron una dosis extra de
represión) durante lo que un poeta llamó la “larga noche de piedra” del
franquismo. Un mundo en el que se reglamentaba cuál era la ideología política
obligatoria, la religión obligatoria, la moral obligatoria, la sexualidad
obligatoria; un mundo donde se te decía quién era el bueno y quién era el malo,
sin que pudieses discrepar o matizar; un mundo de obediencias, miradas sumisas,
lágrimas impotentes, hijos hambrientos, piojo verde, mezquindad, vivafranco,
arribaespaña y brillantina.
Cuánta pena. Cuánto asco. Cuánta vida destrozada.
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