No
tengo más remedio que desmentirme sobre algo que escribí a lápiz en 1984, al
terminar el libro Cartas desde mi celda, de Gustavo Adolfo Bécquer: “No
está mal, pero abusa de los adjetivos”. Hoy discrepo de aquel juicio juvenil,
cuando releo la obra, porque el vuelo musical de la sintaxis diluye en mí esa
sensación. La prosa del andaluz, que he vuelto a visitar este verano de 2022,
me parece de una belleza extraordinaria, que exige ser leída en silencio y
degustada con un profundo respeto, que quizá no tenía afinado a mis dieciocho
años.
En
la Carta primera, Bécquer nos cuenta que se ha instalado en la soledad
del monasterio de Veruela para restablecerse de unos problemas de salud. Desde
allí irá enviando al periódico sus escritos. En el que abre el ciclo nos relata
su viaje en tren hasta Tudela (magnífica descripción de sus compañeros de
ruta); luego el trayecto en ómnibus hasta Tarazona (soberbia descripción de la
fonda); y, por fin, la culminación en mula hasta el monasterio.
En
la Carta segunda anota con humor que, en ocasiones, se queda sin tema
para su escritura (“Gracias a Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea
costumbre, de morderme las uñas en caso de esterilidad, pues hasta tal punto me
encuentro apurado e irresoluto en estos trances que ya sería cosa de haberme
comido la primera falange de los dedos”). Y luego reflexiona sobre lo distante
que juzga el mundo de la ciudad cuando se encuentra rodeado de las bellezas
naturales de la zona de Veruela. Se siente, nos dice, como “el que mira un
baile desde lejos”.
En
la Carta tercera, el poeta llega hasta el recoleto cementerio de un
pueblecito cercano, y allí medita sobre sus sueños de juventud y sobre su
actual y progresivo desencanto (“Mi corazón, a semejanza de nuestro globo, era
como una masa incandescente y líquida, que poco a poco se va enfriando y
endureciendo. Todavía queda algo que arde allá en lo más profundo, pero rara
vez sale a la superficie […] He aquí hoy por hoy todo lo que ambiciono. Ser un
comparsa en la inmensa comedia de la humanidad; y concluido mi papel de hacer
bulto, meterme entre bastidores, sin que me silben ni me aplaudan, sin que
nadie se aperciba siquiera de mi salida”).
En
la Carta cuarta manifiesta su fe en la modernidad y su ilusión por el
porvenir, pero lamenta al mismo tiempo el abandono en que se está dejando el
estudio de las tradiciones, costumbres, trajes y usos que, poco a poco, el
tiempo irá royendo y abalanzando al saco del olvido.
En
la Carta quinta, Bécquer reflexiona sobre las desigualdades sociales que
se pueden observar en su tiempo, comparando a las mujeres trabajadoras de Añón
(un pequeño pueblecito de la zona) con las grandes damas de la burguesía o la
nobleza, que viven en una burbuja de confort sin mover un dedo.
En
la Carta sexta reproduce la historia que le contó un pastor sobre una
bruja (la tía Casca) a la que dieron muerte entre todos arrojándola por un
precipicio. Tras redactar en sus papeles esa relación, la sirvienta que lo
atiende le amplía datos sobre las brujas de Trasmoz.
En
la Carta séptima, pese a prometer que va a contar la historia de las
brujas, se detiene en detallar cómo, por arte mágico, fue creado en una sola
noche el castillo de Trasmoz.
Y
en la Carta octava, que cierra este hermoso volumen, nos cuenta el modo
en que Dorotea, la joven y coqueta sobrina del bondadoso mosén Gil, es
engatusada por una vieja bruja, que le ofrece riquezas sin fin con tal de que
traicione la causa del bueno de su tío. Se inicia así una dinastía de brujas
que hasta hoy (Bécquer dice haber visto a la actual y haberse sentido
impresionado) se prolonga.
Un libro sencillamente delicioso, brillante, con una calidad literaria intemporal.
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