sábado, 20 de agosto de 2022

Cartas desde mi celda

 


No tengo más remedio que desmentirme sobre algo que escribí a lápiz en 1984, al terminar el libro Cartas desde mi celda, de Gustavo Adolfo Bécquer: “No está mal, pero abusa de los adjetivos”. Hoy discrepo de aquel juicio juvenil, cuando releo la obra, porque el vuelo musical de la sintaxis diluye en mí esa sensación. La prosa del andaluz, que he vuelto a visitar este verano de 2022, me parece de una belleza extraordinaria, que exige ser leída en silencio y degustada con un profundo respeto, que quizá no tenía afinado a mis dieciocho años.

En la Carta primera, Bécquer nos cuenta que se ha instalado en la soledad del monasterio de Veruela para restablecerse de unos problemas de salud. Desde allí irá enviando al periódico sus escritos. En el que abre el ciclo nos relata su viaje en tren hasta Tudela (magnífica descripción de sus compañeros de ruta); luego el trayecto en ómnibus hasta Tarazona (soberbia descripción de la fonda); y, por fin, la culminación en mula hasta el monasterio.

En la Carta segunda anota con humor que, en ocasiones, se queda sin tema para su escritura (“Gracias a Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea costumbre, de morderme las uñas en caso de esterilidad, pues hasta tal punto me encuentro apurado e irresoluto en estos trances que ya sería cosa de haberme comido la primera falange de los dedos”). Y luego reflexiona sobre lo distante que juzga el mundo de la ciudad cuando se encuentra rodeado de las bellezas naturales de la zona de Veruela. Se siente, nos dice, como “el que mira un baile desde lejos”.

En la Carta tercera, el poeta llega hasta el recoleto cementerio de un pueblecito cercano, y allí medita sobre sus sueños de juventud y sobre su actual y progresivo desencanto (“Mi corazón, a semejanza de nuestro globo, era como una masa incandescente y líquida, que poco a poco se va enfriando y endureciendo. Todavía queda algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez sale a la superficie […] He aquí hoy por hoy todo lo que ambiciono. Ser un comparsa en la inmensa comedia de la humanidad; y concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores, sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida”).

En la Carta cuarta manifiesta su fe en la modernidad y su ilusión por el porvenir, pero lamenta al mismo tiempo el abandono en que se está dejando el estudio de las tradiciones, costumbres, trajes y usos que, poco a poco, el tiempo irá royendo y abalanzando al saco del olvido.

En la Carta quinta, Bécquer reflexiona sobre las desigualdades sociales que se pueden observar en su tiempo, comparando a las mujeres trabajadoras de Añón (un pequeño pueblecito de la zona) con las grandes damas de la burguesía o la nobleza, que viven en una burbuja de confort sin mover un dedo.

En la Carta sexta reproduce la historia que le contó un pastor sobre una bruja (la tía Casca) a la que dieron muerte entre todos arrojándola por un precipicio. Tras redactar en sus papeles esa relación, la sirvienta que lo atiende le amplía datos sobre las brujas de Trasmoz.

En la Carta séptima, pese a prometer que va a contar la historia de las brujas, se detiene en detallar cómo, por arte mágico, fue creado en una sola noche el castillo de Trasmoz.

Y en la Carta octava, que cierra este hermoso volumen, nos cuenta el modo en que Dorotea, la joven y coqueta sobrina del bondadoso mosén Gil, es engatusada por una vieja bruja, que le ofrece riquezas sin fin con tal de que traicione la causa del bueno de su tío. Se inicia así una dinastía de brujas que hasta hoy (Bécquer dice haber visto a la actual y haberse sentido impresionado) se prolonga.

Un libro sencillamente delicioso, brillante, con una calidad literaria intemporal.

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