Para
refugiarse de la lluvia que ha comenzado a caer sobre Viena, el narrador se
refugia en el café Gluck; y sólo cuando está dentro recuerda que allí conoció
al viejo Mendel, un librero que “leía como otros rezan, como juegan los
jugadores, tal y como los borrachos, aturdidos, se quedan con la mirada perdida
en el vacío. Leía con un ensimismamiento tan impresionante que desde entonces
cualquier otra persona a la que yo haya visto leyendo me ha parecido siempre un
profano”. A él recurrió cuando, años atrás, necesitó libros para su
investigación sobre Mesmer. Descubrió a un sacerdote de los libros, un
anacoreta que no vivía más que para la letra impresa, al que incluso la
universidad de Princeton había intentado en vano contratar como consejero para
la adquisición de obras. Aquel hombre le hizo comprender que “todo lo que de
extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a
través de la concentración interior, a través de una monomanía sublime,
sagradamente emparentada con la locura”. Por sorpresa, Mendel ya no está (como
estuvo durante décadas) en su mesa, leyendo con sus gafas pobres. ¿Qué ha
ocurrido con él? ¿Dónde se encuentra? ¿Continúa vivo? El narrador de la
historia experimenta una sensación desagradable con esa ignorancia (“Sentí un
regusto amargo en los labios. El regusto de la fugacidad. ¿Para qué vivimos, si
el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?”),
pero pronto encontrará a la única persona que tiene contestación para esos interrogantes:
la vieja señora Sporschil, que se ocupaba de la limpieza de los aseos del café.
Bellísima
narración triste (traducida por Berta Vias Mahou para Acantilado) donde Stefan Zweig
reflexiona sobre la pureza de las almas, sobre la dedicación absoluta a una
vocación, sobre la ingratitud y, también, sobre la crueldad que los seres
humanos somos capaces de desarrollar en circunstancias aciagas.
Delicatessen.
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