domingo, 28 de agosto de 2022

Mendel el de los libros


Para refugiarse de la lluvia que ha comenzado a caer sobre Viena, el narrador se refugia en el café Gluck; y sólo cuando está dentro recuerda que allí conoció al viejo Mendel, un librero que “leía como otros rezan, como juegan los jugadores, tal y como los borrachos, aturdidos, se quedan con la mirada perdida en el vacío. Leía con un ensimismamiento tan impresionante que desde entonces cualquier otra persona a la que yo haya visto leyendo me ha parecido siempre un profano”. A él recurrió cuando, años atrás, necesitó libros para su investigación sobre Mesmer. Descubrió a un sacerdote de los libros, un anacoreta que no vivía más que para la letra impresa, al que incluso la universidad de Princeton había intentado en vano contratar como consejero para la adquisición de obras. Aquel hombre le hizo comprender que “todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de la concentración interior, a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura”. Por sorpresa, Mendel ya no está (como estuvo durante décadas) en su mesa, leyendo con sus gafas pobres. ¿Qué ha ocurrido con él? ¿Dónde se encuentra? ¿Continúa vivo? El narrador de la historia experimenta una sensación desagradable con esa ignorancia (“Sentí un regusto amargo en los labios. El regusto de la fugacidad. ¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?”), pero pronto encontrará a la única persona que tiene contestación para esos interrogantes: la vieja señora Sporschil, que se ocupaba de la limpieza de los aseos del café.

Bellísima narración triste (traducida por Berta Vias Mahou para Acantilado) donde Stefan Zweig reflexiona sobre la pureza de las almas, sobre la dedicación absoluta a una vocación, sobre la ingratitud y, también, sobre la crueldad que los seres humanos somos capaces de desarrollar en circunstancias aciagas.

Delicatessen.

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