La
sala donde se va a desarrollar el recital de la asociación literaria Entusiasmo
se encuentra llena. Pueden oírse carraspeos, ruidos de sillas y alguna tos. El
humo del tabaco se extiende por el local. Los jóvenes que conforman el grupo
(en los que quizá priman más la vanidad y el egocentrismo que la perfección de
su arte) se preparan para su gran noche de presentación, con la que esperan
conseguir un éxito resonante, que sin duda se verá reflejado en la prensa
vienesa del siguiente día. Pero no dejemos que sus poses melodramáticas y
ambiciosas nos despisten y fijemos la mirada en el anciano Eduard Saxberger,
que se encuentra entre ellos. Lleva casi cuarenta años trabajando como gris
oficinista, y frecuenta una cafetería donde sus amigos juegan al billar, beben
cerveza y lo tratan con campechanía. Pero esos amigos ignoran que, en su lejana
juventud, Saxberger publicó un libro de versos titulado Andanzas, que
pasó dolorosamente inadvertido para los lectores. Decepcionado, abandonó los
caminos de la literatura. Ahora, los jóvenes del grupo Entusiasmo lo acaban de
redescubrir y han optado por convertirlo en su maestro, en su guía, en su líder
y abanderado. Así que el viejo Saxberger está viviendo los instantes previos a
la que puede ser su primera (aunque tardía) noche de gloria. Pero, tras la
recitación de sus versos (y justo cuando se encuentra ante el público para
saludar y agradecer sus aplausos), escucha dos palabras que se clavan en su
corazón y lo dejan paralizado. Dos simples y demoledoras palabras.
El austríaco Arthur Schnitzler nos entrega en Tardía fama (que leo gracias a la traducción de Adan Kovacsics en el sello Acantilado) una colección de retratos psicológicos de gran plasticidad y solidez (cada miembro del grupo Entusiasmo es dibujado con rasgos acertadísimos); y, sobre todo, una triste y melancólica reflexión sobre los trenes a los que resulta insensato querer subirse cuando el huracán de los calendarios ya ha desmantelado la esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario