martes, 31 de agosto de 2021

Cela, el hombre que quiso ganar


Un personaje tan poliédrico y controvertido como Camilo José Cela no puede ser analizado en un libro sin que sus páginas provoquen urticaria en cierto número de lectores. Es inevitable que así ocurra, porque frente a personalidades tan vigorosas, tan estruendosas, tan expansivas, parece que todo deba ser hagiografía o denuesto. Si lo elogias, exasperas a sus detractores; si lo enfangas, enervas a sus idólatras. El equilibrio, dificilísimo, sólo se logra cuando el analista es un maestro de la exactitud y de la honestidad.

Ian Gibson, en su aproximación titulada Cela, el hombre que quiso ganar, logra en mi opinión ese equilibrio, porque se preocupa con escrúpulo admirable de los dos platillos de la balanza. No para generar ambigüedad calculada o astuta, sino porque es consciente (como historiador experimentado) de que todo tiene haz y envés, luz y sombra, verdad y mentira, cielo y cieno. Así, reconoce que “como ser humano, Cela no me resulta muy simpático” (p.332); que advierte en él “una personalidad marcadamente anal” (p.102); y que, sin asomo de duda, era “un machista redomado y un bocazas irredento” (p.217). Una y otra vez descubre en sus declaraciones y actitudes los trazos de un “perdonavidas”, de un “soberbio”, de alguien dominado por la “grandilocuencia”, de un ser “vengativo” (pidió varias veces que despidieran a periodistas y críticos que se habían atrevido a criticarlo) y de un “provocador” que con casi total seguridad escondía traumas personales o sexuales, que camuflaba con su imponente presencia física y verbal. Escrupuloso y documentado, el historiador irlandés (ahora español) nos facilita centenares de informaciones sobre su homofobia, el impago de la pensión a su exesposa, sus exabruptos aparatosos o sus obsesiones políticas, sin olvidar el escabroso tema del presunto plagio de La cruz de San Andrés, novela con la que consiguió el siempre polémico premio Planeta. Pero, a la vez, Ian Gibson analiza y define con brillantez algunas de las producciones de Cela, como Oficio de tinieblas 5 (“El más frenético carpe diem jamás escrito en lengua española”, p.194) o San Camilo, 1936 (“Leer San Camilo, 1936 es como estar sentado en un teatro con las luces apagadas, oyendo los siseos que llegan de distintos rincones del auditorio y del escenario”, p.180).

A la postre, y pasando por encima de circunstancias coyunturales, que irán siendo olvidadas con el paso de los años (la ambición de Cela, sus manejos a veces turbios para alcanzar sus objetivos, el desprecio que muchas veces manifestó por la literatura del exilio, su vergonzoso y recalcitrante machismo), Ian Gibson opina que del escritor gallego sobrevivirán algún libro de viajes y tres de sus novelas (La familia de Pascual Duarte, La colmena y San Camilo, 1936). Yo estoy totalmente de acuerdo con este juicio. El Cela escatológico, reiterativo, zumbón y desdeñoso serán pasto del olvido en pocas décadas.

Un libro enjundioso, de amena lectura y magnífica documentación, con el que crece mi admiración (desde siempre alta) por Ian Gibson.

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