Dicen las malas lenguas que Umberto Eco pretendió burlarse del
argentino Jorge Luis Borges (al que no llegaba a los talones literarios) cuando
creó la figura del monje ciego Jorge de Burgos en su novela El nombre de la rosa. Y ese personaje
agrio, quejoso siempre de todo lo que implicase liviandad o humor, se llevaría
las manos a la cabeza si tuviera ocasión de leer Las barbas del profeta, del catalán Eduardo Mendoza, una lectura
sonriente de varios episodios de la Biblia, que son resumidos y comentados con
gracejo, algo de sorna y unas gotitas de ironía. No se trata, desde luego, de
un libro capital en la producción mendocina (ni siquiera de un libro capital
entre sus volúmenes “ligeros”), pero puede ser leído con la idea de entretener
un fin de semana.
En sus páginas se nos explican algunos episodios y personajes
que le llamaron de forma especial la atención cuando era niño y estudiaba en el
colegio la asignatura de Historia Sagrada. Por ejemplo, las nebulosas atribuciones
y los amplios aburrimientos que atenazaban a nuestros primeros padres (“Adán
tenía el encargo de poner nombres a los animales. Lo hacía a bulto, sin
especificar, como luego haría Linneo en su nomenclatura binomial. Aun así, era
un trabajo ímprobo y no es raro que Eva, que no tenía una tarea concreta,
anduviera aburrida por aquel jardín deshabitado”); o las risibles quejas que se
podrían plantear por el incumplimiento de funciones de algunas figuras
religiosas (“Aunque en el lenguaje coloquial se atribuye al ángel de la guarda
la prevención de accidentes, las estadísticas de muertos en carretera dicen
poco a favor de estos encargados de la vigilancia”); o la condición simbólica
de episodios como el de Caín y Abel, la rara estulticia de Sansón o la
excursión submarina que Jonás protagonizó en el interior de una ballena.
Menos atención (apenas una decena de páginas) le dedica el
escritor al Nuevo Testamento; y lo hace porque, según comenta, en la asignatura
de su niñez casi no se entraba en esta parte del texto bíblico: leves pinceladas
sobre la infancia de Jesús, el parco episodio de los Reyes Magos, algunos
milagros y poco más. Eduardo Mendoza lo resume en un párrafo muy elocuente:
“Seamos sinceros: Jesucristo no nos caía simpático. El mensaje de amor y perdón
poco tenía que ver con nuestras circunstancias y, por el contrario, la
insistencia en la renuncia, el sacrificio y la penitencia no encajaban en la
cabeza de unos niños que sólo querían jugar y ser felices”. Pero lo cierto es
que (seamos también sinceros nosotros) la velocidad
que Mendoza imprime a estas páginas finales las vuelve ligeramente incómodas
para el lector: es como si tuviera urgencia de terminar y dar por acabado el
libro. Como si necesitara entregar el original esta noche y le hubiera pillado
el toro. O como si le hubiesen limitado el número de palabras que debía
redactar. No sé. Queda un poco raro: lo puede observar cualquiera.
En todo caso, siempre es agradable pasearse por la prosa de Eduardo Mendoza.
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