martes, 17 de agosto de 2021

Las barbas del profeta


Dicen las malas lenguas que Umberto Eco pretendió burlarse del argentino Jorge Luis Borges (al que no llegaba a los talones literarios) cuando creó la figura del monje ciego Jorge de Burgos en su novela El nombre de la rosa. Y ese personaje agrio, quejoso siempre de todo lo que implicase liviandad o humor, se llevaría las manos a la cabeza si tuviera ocasión de leer Las barbas del profeta, del catalán Eduardo Mendoza, una lectura sonriente de varios episodios de la Biblia, que son resumidos y comentados con gracejo, algo de sorna y unas gotitas de ironía. No se trata, desde luego, de un libro capital en la producción mendocina (ni siquiera de un libro capital entre sus volúmenes “ligeros”), pero puede ser leído con la idea de entretener un fin de semana.

En sus páginas se nos explican algunos episodios y personajes que le llamaron de forma especial la atención cuando era niño y estudiaba en el colegio la asignatura de Historia Sagrada. Por ejemplo, las nebulosas atribuciones y los amplios aburrimientos que atenazaban a nuestros primeros padres (“Adán tenía el encargo de poner nombres a los animales. Lo hacía a bulto, sin especificar, como luego haría Linneo en su nomenclatura binomial. Aun así, era un trabajo ímprobo y no es raro que Eva, que no tenía una tarea concreta, anduviera aburrida por aquel jardín deshabitado”); o las risibles quejas que se podrían plantear por el incumplimiento de funciones de algunas figuras religiosas (“Aunque en el lenguaje coloquial se atribuye al ángel de la guarda la prevención de accidentes, las estadísticas de muertos en carretera dicen poco a favor de estos encargados de la vigilancia”); o la condición simbólica de episodios como el de Caín y Abel, la rara estulticia de Sansón o la excursión submarina que Jonás protagonizó en el interior de una ballena.

Menos atención (apenas una decena de páginas) le dedica el escritor al Nuevo Testamento; y lo hace porque, según comenta, en la asignatura de su niñez casi no se entraba en esta parte del texto bíblico: leves pinceladas sobre la infancia de Jesús, el parco episodio de los Reyes Magos, algunos milagros y poco más. Eduardo Mendoza lo resume en un párrafo muy elocuente: “Seamos sinceros: Jesucristo no nos caía simpático. El mensaje de amor y perdón poco tenía que ver con nuestras circunstancias y, por el contrario, la insistencia en la renuncia, el sacrificio y la penitencia no encajaban en la cabeza de unos niños que sólo querían jugar y ser felices”. Pero lo cierto es que (seamos también sinceros nosotros) la velocidad que Mendoza imprime a estas páginas finales las vuelve ligeramente incómodas para el lector: es como si tuviera urgencia de terminar y dar por acabado el libro. Como si necesitara entregar el original esta noche y le hubiera pillado el toro. O como si le hubiesen limitado el número de palabras que debía redactar. No sé. Queda un poco raro: lo puede observar cualquiera.

En todo caso, siempre es agradable pasearse por la prosa de Eduardo Mendoza.

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