He cumplido 55 años y me leo mi primer libro de Álvaro Pombo.
Podría ser fruto de una casualidad, que nos coloca arbitrariamente a los
autores delante de los ojos y nos revela (o nos hurta) su conocimiento. Pero en
este caso no ha sido así: se ha tratado de una preterición deliberada, que paso
a explicar… Cuando era un joven estudiante de Filología acostumbraba a comprar
revistas literarias, para estar al tanto de la literatura que se estaba
haciendo en España y en el resto del mundo, más allá de los Quevedo, Lope,
Cervantes o Mariano José de Larra que nos eran explicados en las aulas. Y en
una de esas revistas me encontré con una entrevista a Pombo, en la que afirmaba
que tenía una prosa de bachelor of arts
porque lo era, y en la que posaba en varias imágenes displicentes, con la boca
fruncida y el gesto desabrido. Automáticamente, me cayó mal y lo relegué al
cajón polvoriento de los autores que no pensaba leerme.
Treinta y cinco años después, me planteé quebrantar esa
decisión y puse mis manos sobre Ocho
cuentos de azufre, una obra en la que me sumergí (no habré de negarlo) con
sólidas suspicacias. Y los tres primeros relatos me sorprendieron con citas en
francés, inglés, portugués y latín, además de la mención de los nombres de Isherwood,
Hegel, Diego Rivera, Orozco, Siqueiros, Leibniz, Ortega y Gasset, Antonio
Machado, Julio Verne, Octavio Paz, Fernando Pessoa, Mallarmé, Valéry, Carlos
Fuentes, Juan Rulfo, Aristóteles, Heráclito o Freud (la cita no es completa:
hago gracia de los demás). Pero me dije que, puestos a leer el libro, lo iba a
leer entero… Y fue una decisión gratificante, porque a partir de la cuarta
historia Pombo rebaja ese tono culturalista y ofrece a los lectores unos
relatos muy interesantes, protagonizados por primos inseparables, vecinas que
languidecen durante décadas en un piso minúsculo, un joven rumano que vive en
el filo de la legalidad, un seminarista cuya madre cifra en él todas sus
esperanzas para la vejez o mujeres tan fascinantes o turbias como Graziella
Solomon.
Se trata de un autor exigente, dueño de una prosa espesa, en ocasiones ardua o con ramificaciones filosóficas, pero de notable espesor comunicativo. Para nadar en ella no basta con mover los brazos, como ocurre en Azorín, Baroja o Delibes. Aquí es necesario emplear la musculatura y concentrarse. De lo contrario no se avanza, y puede llegar el tedio. El estilo de Pombo (y lo reconozco con tanto bochorno como humildad) es más interesante de lo que podía sospechar. Lo he descubierto a tiempo.
2 comentarios:
Pues me alegro, Rubén. A mí me gusta hace tiempo.
35 años son casi una vida entera para algunos, muchos años para todos.
Ni lo descarto ni me lanzo a descubrirlo, el tiempo y las ganas dirán 🙄😁💋
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