miércoles, 14 de abril de 2021

Historias de mostrador

 


De igual modo que la “realidad” no existe de forma objetiva, las historias tampoco lo hacen: requieren el concurso de un observador que las perciba, atestigüe y dé cuenta de sus perfiles y detalles. Locos que emprendan aventuras desquiciadas los ha habido siempre; Cervantes sólo hay uno. Los enamorados que sueñen con la amada muerta y anhelen el reencuentro pueden ser contados por millones a lo largo de la Historia; Dante Alighieri es único. La “historia” es algo que flota y que espera a su intérprete, a su admirador, a su amanuense.

Acaba de salir editado en Tirano Banderas el libro Historias de mostrador, en el que Paco López Mengual reúne un buen ramillete de anécdotas que lo asaltaron cuando se encontraba despachando botones, cremalleras, escapularios y lanas en su mercería. Él nos dice en la contraportada del volumen que su mostrador es “el balcón desde donde miro el mundo, el lugar que me sirve de trinchera para observar el comportamiento humano”, y no tengo problemas para aceptar con una sonrisa la primera de las afirmaciones, pero no la segunda. Una trinchera es (y copio la definición del diccionario de la Real Academia Española) una “zanja defensiva que permite disparar a cubierto del enemigo”, y me parece a mí que Paco ni se defiende, ni dispara, ni considera enemigo a nadie: Paco es un pescador de caña que deposita anzuelos en la boca de sus clientes (con gracejo, se define como “oliscón”) y que tira del sedal para que ellos le depositen en los oídos historias de su pasado, sueños que han tenido, anécdotas que han protagonizado o chismes que solicitan la inmortalidad de la tinta. Él mismo lo reconoce en la página 43: “Las familias están llenas de historias, sólo hace falta rascar un poco y escuchar”. Ese es el espíritu que preside su audición; y el que rige su escritura.

Desde la atalaya cordial de Las Marujas, Paco López Mengual (el “Mostrador de historias”) recibe y atiende a la clienta que quería un pañuelo para llorar o a la que, algo corta de vista, compró una blusa cuyo estampado no fue capaz de identificar hasta que su hija y su nieta le explicaron que eran ataúdes; charla con Mariano, ganador de un accésit del Adonais, que acabó malbaratado por la esquizofrenia y las sustancias tóxicas, del que guarda muchos poemas manuscritos; nos resume historias que hacen tragar saliva o que los ojos se agüen (“Dolor”, “Alada”); nos explica cuál es la sílaba infame que lo ha apartado de la condición de millonario (“Amancio Ortega”); nos asombra con el peculiar uso que las agujas de ganchillo del número 15 tienen entre ciertos jóvenes (“Ganchillo”); nos hace reír hablándonos de la foto de una estrella juvenil del pop que es confundida con la Virgen del Carmen por una clienta; y, en fin, nos llena los ojos de punkis irredentos, magrebíes que estornudan, embarazadas que desean gusanos de seda, borrachos que compran calcetines, velcros para sustituir a las esposas de metal en determinados juegos eróticos o preciosas estampas de añoranza lírica (“Lluvia”).

Habilidoso, cercano, entrañable, el nuevo libro de Paco López Mengual constituye otro acierto del mercero que mejores historias teje y que más cenefas sonrientes coloca en nuestra imaginación. Bendito sea.

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