De igual modo que la “realidad” no existe de forma objetiva, las
historias tampoco lo hacen: requieren el concurso de un observador que las
perciba, atestigüe y dé cuenta de sus perfiles y detalles. Locos que emprendan
aventuras desquiciadas los ha habido siempre; Cervantes sólo hay uno. Los
enamorados que sueñen con la amada muerta y anhelen el reencuentro pueden ser
contados por millones a lo largo de la Historia; Dante Alighieri es único. La
“historia” es algo que flota y que espera a su intérprete, a su admirador, a su
amanuense.
Acaba de salir editado en Tirano Banderas el libro Historias de mostrador, en el que Paco
López Mengual reúne un buen ramillete de anécdotas que lo asaltaron cuando se
encontraba despachando botones, cremalleras, escapularios y lanas en su
mercería. Él nos dice en la contraportada del volumen que su mostrador es “el
balcón desde donde miro el mundo, el lugar que me sirve de trinchera para
observar el comportamiento humano”, y no tengo problemas para aceptar con una
sonrisa la primera de las afirmaciones, pero no la segunda. Una trinchera es (y
copio la definición del diccionario de la Real Academia Española) una “zanja defensiva que permite disparar a cubierto del enemigo”,
y me parece a mí que Paco ni se defiende, ni dispara, ni considera enemigo a
nadie: Paco es un pescador de caña que deposita anzuelos en la boca de sus
clientes (con gracejo, se define como “oliscón”) y que tira del sedal para que
ellos le depositen en los oídos historias de su pasado, sueños que han tenido, anécdotas
que han protagonizado o chismes que solicitan la inmortalidad de la tinta. Él
mismo lo reconoce en la página 43: “Las familias están llenas de historias,
sólo hace falta rascar un poco y escuchar”. Ese es el espíritu que preside su
audición; y el que rige su escritura.
Desde la atalaya cordial de Las Marujas, Paco López Mengual (el
“Mostrador de historias”) recibe y atiende a la clienta que quería un pañuelo
para llorar o a la que, algo corta de vista, compró una blusa cuyo estampado no
fue capaz de identificar hasta que su hija y su nieta le explicaron que eran
ataúdes; charla con Mariano, ganador de un accésit del Adonais, que acabó
malbaratado por la esquizofrenia y las sustancias tóxicas, del que guarda
muchos poemas manuscritos; nos resume historias que hacen tragar saliva o que
los ojos se agüen (“Dolor”, “Alada”); nos explica cuál es la sílaba infame que
lo ha apartado de la condición de millonario (“Amancio Ortega”); nos asombra
con el peculiar uso que las agujas de ganchillo del número 15 tienen entre
ciertos jóvenes (“Ganchillo”); nos hace reír hablándonos de la foto de una
estrella juvenil del pop que es confundida con la Virgen del Carmen por una
clienta; y, en fin, nos llena los ojos de punkis irredentos, magrebíes que
estornudan, embarazadas que desean gusanos de seda, borrachos que compran
calcetines, velcros para sustituir a las esposas de metal en determinados
juegos eróticos o preciosas estampas de añoranza lírica (“Lluvia”).
Habilidoso, cercano, entrañable, el nuevo libro de Paco López Mengual constituye otro acierto del mercero que mejores historias teje y que más cenefas sonrientes coloca en nuestra imaginación. Bendito sea.
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