No tenía una edad avanzada el narrador Alonso Zamora Vicente
cuando se enfrascó en la composición de las páginas que nutren Primeras hojas. Había nacido en 1916 y,
a la hora de la escritura, era 1955 el número que figuraba en los calendarios.
Así que el espíritu que preside este volumen no deriva de la melancolía de la
senectud sino más bien, quizá, del deseo de recuperar y fijar los recuerdos de
la infancia, para emprender la segunda parte de su vida. Nel mezzo del cammin conviene guardar en la mochila aquellas
imágenes, personas y sucesos que deseamos transportar –equipaje dulce– hasta
que nos abandone el aliento o se deterioren nuestros zapatos. Y para rellenar
esa alforja se queda uno en silencio, rememora y, al cabo, descubre que el gran
secreto consiste en que nuestra memoria no es sintáctica, sino cuántica: nos
resurgen instantes, fogonazos, lugares, que han de ser consignados con esa
misma narración de niebla con la que burbujean en nuestra mente.
Alonso Zamora (que fue lingüista, narrador, ensayista,
profesor universitario y académico) descubre así la coma. No el punto, que
ordena, separa y organiza; sino la humilde coma, pestaña entre parpadeos, leve
transición entre luces. Y sus párrafos adquieren de esa manera un aire
enternecedor de feria emocional, de álbum fotográfico, de –y lo digo
afectuosamente y con admiración– tótum
revolútum. El pasado se cifra así de una manera palpitante, enmarañada y
límpida a la vez: tranvías que aportan sus sonidos inconfundibles a la ciudad;
el olor de las castañas asadas en las calles de noviembre; los galopines que
juegan en las plazas; los tiovivos pobretones; los adoquines sucios; los
festejos taurinos con mulillas; los barquillos pringosos; las iglesias antiguas
con su náusea de cera; los mayores con cuello almidonado, ante los que se
guarda silencio.
En ese magma fervoroso, el lector se encontrará aquí y allá
con joyas literarias que le iluminarán el rostro con su brillo: comparaciones
hermosas, metáforas inesperadas y, sobre todo, unos espléndidos adjetivos (nos
habla de “un olor bueno a montaña”; del tío Camuñas y su “fiero prestigio”; del
“silencio táctil” que deja el paso de un autobús; o del “ruido negro” que
estalla tras la caída vertiginosa de un suicida).
Alonso Zamora Vicente escribe para preservar los recuerdos, porque sabe que la escritura es la sola eternidad que nos está autorizada por los dioses; y con su filatélica dedicación consigue que las Primeras hojas de la vida se conviertan en las hojas perennes de la literatura. No es mal descubrimiento para él, ni un mal regalo para sus lectores.
2 comentarios:
"la humilde coma, pestaña entre parpadeos, leve transición entre luces"...Sin duda, el mundo es un lugar maravilloso en el que tú escribes reseñas.
Del gran Zamora Vicente recuerdo dos cosas para mí muy importantes: la primera, su manual sobre Dialectología española que en mis ya lejanos años universitarios estudié en mis clases de Filología Románica; la segunda es una conferencia en torno al cambio de siglo, hacia 1999 o así, en que un anciano y muy ameno Zamora Vicente hablaba junto a Carmen Martín Gaite de sus recuerdos de estancia en Alemania cuando la inflación era devastadora en los años de auge del fascismo alemán. Me encantó este hombre en esas jornadas sobre el cambio de siglo.
Un fuerte abrazo
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