Adrienne Miller no solamente fue nombrada, a la temprana edad
de veinticinco años, “la primera mujer editora literaria y de ficción de la
revista Esquire”, sino que también se
convirtió por esa misma época en pareja sentimental de uno de los escritores
más atormentados, turbulentos, prometedores e inestables de la literatura
norteamericana de finales del siglo XX: el malogrado David Foster Wallace. Los
sabrosos pormenores de ambas experiencias aparecen consignados en este volumen autobiográfico
que, con el título de En tierra de
hombres, acaba de publicar el sello Península gracias a la traducción de
Juanjo Estrella.
Descubrimos ahí a la niña de “inteligencia silenciosa” (p.24)
que fue capaz de ver ocho veces seguidas la película Amadeus (p.68) y que, nada más incorporarse al feroz y competitivo
mundo del trabajo editorial, comprendió que “si eres mujer, siempre estarás
infravalorada” (p.93). Allí se dio cuenta también de la necesidad bulímica de
fama que tienen la mayor parte de los escritores; y el retrato que nos ofrece
de algunos de ellos nos muestra sus perfiles menos conocidos y, por qué no
decirlo, menos gratos: la petulancia de John Updike, la animadversión que le
provocaba el autor de Los ejércitos de la
noche (“Yo detestaba a Mailer. […] ¿Cómo podía considerarse “grande” un
escritor cuya obra era tan beligerantemente machista?”, pp.172-173)… Pero
también es capaz de emitir alabanzas hiperbólicas, que nos revelan la
temperatura de sus filias, como ocurre en el caso de Kubrick (“Me quito el
sombrero contigo, Stanley, a perpetuidad, por todo”, p.200). En esas zonas del
libro accedemos a su visión de un mundo laboral que estaba (y posiblemente
continúa) dominado por los hombres, quienes imponen sus clichés, sus normas, su
secular dictadura.
Pero quizá el otro núcleo temático del libro (David Foster
Wallace) resulta aún más impactante, porque Adrienne Miller nos ofrece una
radiografía inteligente, cercana, desprejuiciada y minuciosa del escritor de
Ithaca, famoso por sus poses desafiantes, su lengua mordaz, su inestabilidad
psíquica, sus bandanas y su suicidio por ahorcamiento. Nos muestra en estas
páginas, con abundante acopio de anécdotas, conversaciones telefónicas y paseos
por la ciudad, la imagen de un hombre engreído (“Tenía la arrogancia de quien
no puede permitirse ser modesto", p.275), absorbente (“Yo lo quería, sí,
pero era agotador. Me aterraba que me necesitara tanto”, p.295) y que la
acongojaba con “los pequeños actos de crueldad gratuita a los que David podía
ser tan horriblemente aficionado” (p.308). Hoy hablaríamos, quizá, de una
relación tóxica; pero Adrienne
Miller, en lugar de adherirle esa etiqueta simplificadora, procura adentrarse
en la selva de los detalles para, a golpes de machete, intentar que la luz
llegue a todos los rincones de aquel vínculo emocional que marcó una parte
importante de su vida.
Un libro lleno de fascinaciones, meandros y curiosidades, que realmente merece la pena leer.
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