Ocurre en ocasiones que, al borde del abismo, descubrimos una
carencia esencial en nuestra vida. Le
ocurre así a Salvatore Roncone, viejo luchador antifascista del sur de Italia,
quien, enfermo de un cáncer terrible que le roe las entrañas (le ha puesto el
nombre de Rusca), se hospeda en casa
de su hijo Renato en Milán, para estar mejor atendido y visitar a especialistas
médicos que traten su dolencia. Es un hombre recio, brusco, refractario a la
ternura, que ha aceptado morirse, pero que pide a la Virgen hacerlo después que
su enemigo Cantanotte, que ha quedado en el pueblo.
Durante toda su vida ha vivido jugando con unos dados donde
sólo figuraban el coraje, la aspereza, el trabajo, los paisajes rurales, sus
rebaños, el pisar fuerte y mantener relaciones sexuales bravas y fogosas con
mujeres. Pero ha bastado que llegase a Milán para descubrir con sorpresa dos
contactos humanos con los que no contaba, y que perturbarán radicalmente su
forma de ver el mundo: de un lado, su pequeño nieto Brunettino, ante el que
experimenta la necesidad de proteger a un ser desvalido, al que pretenden
educar con ideas modernas que a él no le convencen; del otro, Hortensia, una
viuda dulce, paciente y comprensiva que provocará que de su viejo corazón
comiencen a brotar gotas de ternura. Con Brunettino sentirá que su sangre no se
cancela en él, sino que la línea sigue; con Hortensia llega al deslumbrador
convencimiento de que las mujeres son algo más que objetos a los que meter en
una cama y con los que gozar.
Inolvidable la escena en que Salvatore se despide en el pueblo
de su mejor amigo, al irse hacia Milán (“En un súbito impulso se abrazaron, se
abrazaron, se abrazaron. Metiendo cada uno de su pecho el del otro hasta
besarse con los corazones. Se sintieron latir, se soltaron y, sin más palabras,
el viejo subió al coche”). Inolvidable la escena en que Salvatore piensa en sí
mismo y en su nieto, y “recuerda, para explicarse su emoción, el olmo ya seco
de la ermita: debe su único verdor a la hiedra que le abraza, pero ella a su
vez sólo gracias al viejo tronco logra crecer hacia el sol”. Inolvidable la
escena en que Salvatore, siendo estudiado en la universidad como fuente de
tradiciones orales, va convirtiendo su propia historia en una leyenda rural
sureña, que los sesudos catedráticos emparentan con raíces mitológicas
ancestrales. Inolvidable la escena en que Salvatore se mete en la cama de
Hortensia, castamente, sólo para descansar, y siente una oleada de calor tierno
por la mujer. Inolvidable cada escena en que Salvatore vela el sueño
intranquilo de su nieto y reflexiona sobre el modo en que la criatura lo ha
hecho cambiar.
Inolvidable, en fin, toda la novela de José Luis Sampedro, habilísimo a la hora de combinar todas las redomas de su laboratorio narrativo, con las que consigue un texto tan conmovedor como perdurable.
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