Es difícil calcular qué porcentaje de nuestro destino está
dibujado (o influido) por las expectativas que nuestros ancestros construyen
sobre nosotros. Saberlo con certeza equivaldría a conocer qué parte de nuestra
vida ha sido diseñada (es un decir) con anterioridad a que nuestra voluntad
interviene en su trazado. En el caso de Pacífico Pérez, las influencias que
sobre él orbitaban eran clarísimas: su bisabuelo manejó la bayoneta de forma
despiadada en la guerra carlista; su abuelo demostró increíbles dotes con el
fusil en la guerra de África; su padre fue un destacado lanzador de bombas de
mano durante la guerra civil de 1936. Y los tres, taciturnos y obsesivos,
albergaban la misma ilusión dentro de sus corazones: “Tanto el Bisa, como el
Abue y el Padre lo que querían era que yo fuese un buen soldado así que llegara
mi guerra” (p.27). El problema es que Pacífico manifestó desde la infancia una
hipersensibilidad que, lejos de emocionarlos, les produjo rechazo y suspicacia:
el niño sentía tiritonas cuando el manzano estaba a punto de florecer (y
lloraba cuando lo podaban), notaba en la boca los anzuelos de las truchas y adoraba
mirar el humo de las chimeneas, porque era “como la vida” (esa fue la enseñanza
de su adorado tío Paco). Pero los destinos se fraguan a veces sobre bases
diminutas o inesperadas, y para Pacífico llega la hora cuando, estando desnudo
con Candi en medio de un campo, el hermano de la chica los sorprende e insulta
gravemente al muchacho. Entonces es cuando, inapelable, brilla una navaja; y la
hierba se tiñe de rojo.
Ahora, cuando abrimos la primera página de su historia, nos
encontramos en el sanatorio de Navafría, en una pequeña habitación en la que el
doctor Francisco de Asís Burgueño ha conectado una grabadora y, durante siete
noches de charla (que se desarrollan en la primavera de 1961), ha interrogado a
Pacífico Pérez sobre su infancia, sus amigos, sus relaciones familiares, sus
opiniones sobre la vida, sus compañeros de prisión y sobre la enfermedad que
padece. Con todas sus respuestas (que el maestro Miguel Delibes nos ofrece
condensadas en estos diálogos de insuperable realismo), los lectores
dispondremos de muchas de las piezas necesarias para componer el puzle de su
alma. ¿Tenía razón el abuelo, cuando le dijo que “el matar hombres como el
matar jabalíes había que hacerlo a su tiempo. Que uno mata un jabalí en enero y
le dan un premio, pero le mata en julio y lo mismo pena por ello, ¿comprende?
Pues con los hombres, parejo. Uno los mata en la guerra y una medalla, pero los
mata en la paz y una temporada a la sombra” (p.173)? ¿Tiene razón Pacífico
cuando se niega a contar toda la verdad a las autoridades, y sólo acepta
decírsela al bondadoso doctor Burgueño?
Las respuestas se esconden en esta novela dura, espléndida e imborrable.
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