No debo realizar ningún esfuerzo de memoria para concluir que Las lágrimas de Shiva, de César
Mallorquí, es una de las novelas que más veces he releído en mi vida. Y lo sé
porque las seis o siete veces que la he puesto como lectura para mis alumnos
del instituto la he releído en voz alta con ellos, incansablemente,
gozosamente. Ellos disfrutaban por primera vez y yo lo hacía por segunda, por
tercera, por cuarta, por quinta, por sexta. Me sonreía con sus toques
humorísticos, me emocionaba con sus párrafos más delicados, me enamoraba con
las decimonónicas líneas de amor del capitán Cienfuegos y sentía que mi corazón
se aceleraba cuando el fantasma de Beatriz conducía a los protagonistas hacia
el misterioso y oculto tesoro cuyo emplazamiento ya conocía, pero cuya magia se
repetía idéntica en cada nueva visita.
No constituye ningún secreto (la he declarado en este Librario
más de una vez) mi admiración por César Mallorquí. Y se inició precisamente con
esta obra, que me bebí un domingo de hace ya muchos años y que de inmediato se
convirtió en una de mis novelas juveniles predilectas.
Podría resumir su argumento, pero es fácil encontrarlo en
muchas páginas de Internet, así que lo omitiré. Prefiero quedarme con la magia
del libro, con su infinito poder seductor, con la fascinante habilidad que
Mallorquí desarrolla para mantener a sus jóvenes (o no tan jóvenes) lectores
con el ánimo suspenso y los ojos como platos, mientras sus protagonistas
resuelven un enigma secular relacionado con la historia de su familia.
Estoy deseando que llegue el siguiente curso para releerlo otra vez.
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