Me introduzco en los Cuentos
del Lejano Oeste, con los que Luciano G. Egido logró ser finalista en el
premio Setenil del año 2004. Es una obra que, tras unos comienzos más bien
titubeantes (los relatos de tres, cuatro, cinco, diez palabras que abren el
libro no son, ciertamente, para tirar cohetes), va adquiriendo densidad y
brillantez con textos de creciente belleza, donde podemos ilustrarnos con
homenajes explícitos al agrimensor ideado por Franz Kafka (“Ineptitud”);
reflexiones amargas sobre la guerra civil de 1936 (“Patria”); tributos a Miguel
de Unamuno (“Fe, esperanza y caridad”); experiencias fantasmales u oníricas,
llenas de una pureza embriagadora (“Amor nocturno”); una singular conversación
entre un sacerdote y una feligresa (“Confesión”); relatos pícaros en los que la
extraña omnipotencia de un novio genera felicidad en un ingeniero agrónomo
(“Tragedia de una muchacha en la flor de la edad”); humoradas domésticas no
exentas de algunos escalofríos (“Rebelión”); o, en fin, las insanas costumbres
higiénicas de la antigua maestra doña Escolástica (“Zoo”).
La gran virtud constructiva de este volumen es que guarda un
gran parecido visual con las ondas concéntricas que genera una piedra al
perforar el agua de un estanque: cada una es más ambiciosa, amplia y airosa que
la anterior. Y en ellas brillan imágenes llenas de esplendor lírico (“El
ladrido urgente de un perro agobiado por el sentido de la fidelidad”), además
de una prosa admirablemente elegante y firme. Bañarse en estas aguas equivale a
salir barnizado de sorpresas, adjetivos regios y frases que suenan como
campanas.
Luciano G. Egido, salmantino de trayectoria majestuosa en el mundo de las letras (ha ganado premios como el Miguel Delibes o el Nacional de la Crítica), cincela en este volumen una obra sin duda memorable.
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