En
ocasiones, un libro acierta a plasmar una escena que, en la mente del lector,
se transmuta en inolvidable. Eso no significa, lógicamente, que la obra quede
en modo alguno reducida a esa
secuencia; sino que su poder visual o emocional se alza hasta el territorio del
olvido imposible. A mí me gusta encontrarme con esas páginas, porque siento que
cuando paso por encima de ellas una bocanada de aire fresco me inunda los
pulmones. Por ejemplo, la tía Tula colocándose el bebé en su pecho vacío y
pidiendo a Dios un milagro secreto; por ejemplo, el silencio terrible, espeso,
casi gelatinoso, que rodea la muerte de Rocamadour; por ejemplo, aquel
personaje que volvió a su pueblo afligido, sabiendo que fue durante unas horas
el dueño de un secreto y que lo malbarató. Tres ejemplos entre cien.
Ahora, en
la novela Al envejecer, los hombres
lloran, de Jean-Luc Seigle (que leo gracias a la traducción de Adolfo
García Ortega para el sello Seix Barral), acabo de disfrutar con dos de estas
escenas, que quedan ya fijadas en mi álbum de eternidades. La primera acaece
cuando uno de los protagonistas, el obrero Albert Chassaing, lava con
delicadeza, ternura y pudor a su madre, desbaratada por el alzheimer; la
segunda, cuando el maestro jubilado Antoine explica el paso del tiempo de una
forma maravillosa: mostrando sus manos e indicando que fueron acariciadas por
las de su abuelo, las cuales fueron acariciadas por las del suyo: una cadena de
cuidados y amor que se aroma con el perfume de la eternidad.
En esta
novela descubrimos que Albert Chassaing trabaja en la empresa Michelin, pero en
su corazón palpitan tristezas acumuladas: haber renunciado a su alma de
campesino; estar casado con una mujer que, aún hermosa y joven, le es infiel;
tener un hijo destinado como soldado en el extranjero, donde podría encontrar
la muerte si las circunstancias se torcieran; el desmoronamiento mental y
físico de su madre, que apenas lo reconoce desde su burbuja ensimismada; y la
vocación literaria de su hijo pequeño Gilles, al que pone en manos del señor
Antoine para que encauce su aprendizaje y lo lleve a buen puerto… Sí, al
aproximarse al final del camino los hombres lloran. Todos los mundos que se
erosionan quedan, si se los sabe observar y reflejar bien, nimbados de una luz
de ceniza. Y después, sólo el silencio.
Jean-Luc
Seigle ha sabido plasmarlo con infinita languidez, sin histrionismos y con una
literatura admirable. Compruébenlo.
2 comentarios:
Femme à la Mobylette me gustó mucho, creo que podría asegurar que disfruté incluso más con el estilo narrativo que con la propia historia, y esta me atrapó, que conste.
En casa tengo este libro y otro más, pero ambos en francés, y últimamente estoy muy perezosa con los cambios de idioma 😖
Besitos 💋💋💋
Un autor infravalorado Seigle. Este libro me pareció cuando lo leí digno de aparecer en una antología de la novela francesa contemporánea.
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