Era sólo
un bebé y se llamaba Pablo. Era hijo de Sergio y Cristina. Llegó sin ser
invitada la leucemia y se adueñó del cuerpo de aquel niño. Cuando venció, tras
mil arduos combates en los que sus padres, las enfermeras y las oncólogas se
dejaron la piel, quedó un vacío lleno de fragancia, y un dibujo en la cama, y
un Vaquero Gay en su habitación. Llegó entonces el momento de reconstruir la casa
(arreglando luces y electrodomésticos que se habían ido averiando durante los
largos meses de lucha hospitalaria), de reconstruir la vida… y de escribir.
Porque
Sergio del Molino sintió que tenía que escribir la crónica de aquellas
interminables y durísimas semanas para que quedaran conservados en tinta el
amor, la unidad familiar, el reservorio en el pecho del niño, los abrazos, los
nombres de los medicamentos, los rugidos juguetones de Pablo, la tenacidad
llena de cariño de quienes lo atendieron, las visitas del tío Pedro, el huracán
emocional que los zarandeó, Saskatoon, los paseos ensimismados por Barcelona o
las estadísticas ilusionantes o adversas.
Es una
historia terrible, delicada, desgarrada, entrañable, que el autor, más que
escribirla (lo dice él mismo), la llora.
Y no hay
más. No se puede ni se debe decir más. Hay que sumergirse en este libro aunque
sabes que tu corazón va a sufrir, que el estómago se va a encoger, que la
garganta se obturará y los ojos se llenarán muchas veces (muchas) de lágrimas.
Te imaginas que puedes ser tú y te zarandea la congoja. Te imaginas que puede
ocurrirle a tu hijo o a tu nieto y aprietas los párpados pensando en cómo
obrarías. Es un libro de crónica, de aprendizaje, de dolor.
Creía que
Mortal y rosa, de Francisco Umbral, era
el libro más perturbador del mundo, pero hace unas semanas leí Los lagos de Norteamérica, de José
Daniel Espejo, y ahora leo La hora
violeta, de Sergio del Molino; y ambos me han dejado idéntica impronta.
Literalmente
inolvidable.
1 comentario:
Aquí me has pellizcado el alma, me toca demasiado de cerca para plantearme siquiera leerlo. No puedo.
Besitos.
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